25ª semana del tiempo ordinario. Jueves: Lc 9, 7-9
La escena que hoy narra el evangelio es una especie de relleno entre el envío a los
apóstoles para predicar por aquellos pueblos y el regreso cuando le cuentan a Jesús
las experiencias de esa misión. Es natural que, al predicar los apóstoles, se extendiese
más la fama de las predicaciones de Jesús y de sus milagros. Y esta fama llegó hasta
los oídos del rey Herodes. Este Herodes era hijo del Herodes que llamaban “el grande”,
porque había hecho grandes obras, como la restauración del templo; pero había sido
también grande en maldades, como la matanza de los inocentes y otras muchas
muertes de gente inocente. Este nuevo Herodes había heredado las maldades y los
vicios, aunque era más cobarde. Oía con gusto a Juan Bautista, pero como era vicioso
y cobarde, no siguió sus consejos, sino que, por debilidad, lo mandó matar.
Cuando Herodes escuchó lo que se decía de Jesús, quedó admirado y también un
tanto asustado. Una de las cosas que decían a Herodes sobre Jesús, es que parecía
ser un profeta que había resucitado. Podía ser Elías y esto le hacía temer, pues Elías
había sido fustigador de las maldades de los reyes. Pero lo que más le inquietaba es
que decían que podía ser Juan Bautista, que había resucitado. Temía que volviera, y
con mucha razón y más valentía, le recordase todos sus vicios y asesinatos.
Querer ver a Jesús es una cosa muy buena. Hay personas que sin saberlo quieren
ver a Jesús, porque buscan la verdad. Nosotros, si le hemos encontrado en nuestro
corazón, podemos hacer mucho para que otros puedan encontrarlo. Querer ver a Jesús
por curiosidad puede ser bueno o malsano. Puede ser bueno, por ejemplo, en un
encuentro espiritual al cual uno ha ido por curiosidad. Esa curiosidad puede ser el
camino para que Dios se le revele en todo su amor. Puede haber también curiosidades
malas, como la de Herodes, que no pretende de ninguna manera cambiar en su
manera de actuar, porque sigue preocupado de su seguridad y su poder. Decía el papa
Juan Pablo II: “El conocimiento de Dios es una constante e inagotable fuente de
conversión”. Si un conocimiento de Dios no nos lleva a la conversión es que no es un
verdadero conocimiento, sino que hacemos de Dios lo que nosotros queremos ver.
Un día Herodes pudo ver a Jesús de cerca. Era el Viernes Santo. Herodes se alegró
cuando le llevaron a Jesús. Por lo que le habían dicho sobre milagros de Jesús, creía
que tenía asegurado un buen rato de entretenimiento; pero Jesús no abrió la boca ni le
miró. Herodes se sintió defraudado. Y como creía que tenía el poder, le trató como un
bufón o un loco. Tuvo que quedarle a Herodes un mal sabor de boca. Ya desde el
Antiguo Testamento aparece la vida del que es justo golpeando en el sentir del hombre
malvado, hasta el punto que éste se decide a perseguir y maltratar al justo. Por eso ha
habido y sigue habiendo tantos mártires, personas tan buenas, que nunca han hecho
mal a nadie; pero que su vida molesta a quienes no quieren cambiar su corazón.
En algunos salmos se expresa un deseo muy hermoso de “ver el rostro de Dios”.
Debemos tener todos nosotros ese deseo. El verdadero rostro de Dios total y
transportador de felicidad lo veremos en el Cielo. Esa debe ser una de las peticiones
más continuas en nuestras oraciones. Pero aquí en la tierra de alguna manera vemos
el rostro de Dios en la misma humanidad sufriente, en la naturaleza y en los
acontecimientos de cada día, porque ahí está el Señor. Le debemos ver en nuestro
propio corazón, cuando nos impulsa a realizar acciones de caridad y misericordia. Le
debemos ver sobre todo en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía.
Jesús nos dice que para ver a Dios debemos ser “limpios de corazón”. Por eso
debemos estar en una constante conversión. En otros lugares se dice que verán a Dios
los “sencillos de corazón”. Ser sencillo significa ir hacia Dios sin dobleces en el alma,
sin mucha carga material, porque las ataduras a lo terreno van oscureciendo la vista
clara para ver a Dios en esta vida y en la eternidad.