25ª semana del tiempo ordinario. Sábado: Lc 9, 43b-45
Jesús había bajado del monte de la transfiguración, donde había pretendido explicar
un poco más profundamente a sus tres discípulos predilectos aquello de que “es
necesario que pase por la pasión para entrar en la gloria”. Se encuentra a los demás
discípulos que no pueden curar a un pobre epiléptico. Jesús le cura y toda la gente,
junto con los discípulos, se admira.
En medio aún de esta admiración, cuando va Jesús con los Discípulos, les recuerda
lo que ya les había dicho, quizá en varias ocasiones: “Meteos bien esto en la cabeza: al
Hijo del hombre lo van a entregar en manos de los hombres”. Con este suceso el
evangelista san Lucas termina la actividad de Jesús por tierras de Galilea, para
comenzar pronto el camino que le ha de llevar a su sacrificio en Jerusalén.
En su predicación Jesús encuentra luces y sombras en cuanto a la aceptación en la
gente. Hay momentos en el evangelio que parece estar Jesús en medio de triunfos:
multitudes de personas que se agolpan para escucharle, los discípulos que le siguen
entusiasmados…; Pero Jesús mira sobre todo las actitudes internas. Mucho de aquel
entusiasmo es ficticio. Y en gran parte es debido a los maestros de la ley, cuando
explicaban que vendría y cómo vendría el Mesías.
Los discípulos y la gente habían aprendido que vendría el Mesías, que sería un
gran salvador; pero todos ponían esa salvación en la parte material. Sin embargo no se
daban cuenta que las grandes batallas del ser humano se traban en el corazón. Y el
demonio, el verdadero enemigo, lucha para que nuestro espíritu flaquee y viva el
egoísmo perturbador.
Por otra parte, cuando los discípulos como san Pedro, han proclamado que es el
Mesías, Jesús no ha dicho que no. Sólo les había dicho que no lo divulgasen, ya que la
gente no entendería el verdadero sentido mesiánico. Por eso Jesús intenta explicarles
que ser Mesías ciertamente es ser salvador, pero no de batallas externas, sino
salvador y vencedor en las batallas del espíritu.
Esto sí que era más difícil entenderlo, ya que las batallas del espíritu no se ganan
sino con sacrificio y entrega en la voluntad de Dios. Por eso les va diciendo Jesús que
“el Hijo del hombre”, que es él mismo, debe ir a la muerte como el cordero va al
matadero, según ya lo había anunciado el profeta Isaías.
Dice el evangelista que los discípulos no entendían esas expresiones, ya que no
encajaba en su inteligencia la unión entre la idea que tenían de un Mesías grande, que
hasta participaba de la grandeza de Dios, con un Mesías tan sin poder, que no sería
capaz de librarse de las manos de los hombres, a quienes sería entregado para llevarle
hasta la muerte…
Y no se atreven a preguntarle sobre el asunto. En otras ocasiones los discípulos le
preguntaban a Jesús, por ejemplo, sobre el sentido de algunas parábolas y Jesús se lo
explicaba. En este asunto del Mesías pobre y sacrificado no se atreven a preguntarle.
Ya habían pasado por la experiencia de san Pedro que, después de proclamar
solemnemente que Jesús era el Mesías, no quiere aceptar que Jesús vaya a ser
sacrificado y recibe una tremenda reprimenda de Jesús, como si hubiese hecho las
veces del demonio tentador.
Los discípulos ante estas predicciones están atemorizados y prefieran callar. Un
día, con la luz del Espíritu Santo, lo entenderían perfectamente, irían por el mundo a
proclamarlo y estarían dispuestos a dar su vida por su Maestro, que fue crucificado,
pero que resucitó para darnos la plenitud de la vida.
Pidamos al Señor que comprendamos el misterio de su muerte, que no es fracaso,
sino victoria sobre el pecado, para que nosotros, siguiendo sus pasos de sacrificio y de
amor, tengamos un día también parte en la gloria de la resurrección.