SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN
Homilía del P. Abad Josep M. Soler
15 de agosto de 2016
Ap 11, 19; 12, 6-10; Sal 44; 1 Cor 13, 20-26; Lc 1, 39-56
"Hoy la Virgen María sube a los cielos, alegraos, porque reina con Cristo para
siempre", canta nuestra liturgia (antífona al Cántico de María de segundas vísperas).
Sí, hermanos y hermanas, la solemnidad de hoy nos invita a la alegría, una alegría
profunda y serena. Para comprender su alcance, la liturgia nos propone dar tres
miradas con los ojos de la fe y del amor. Y, con cada mirada, nos propone hacer una
reflexión iluminada por la Palabra de Dios.
"María ha subido al cielo". La primera mirada, pues, es a Santa María, asunta,
gloriosa, plenamente identificada con Jesucristo. Porque hoy celebramos el día que el
Dios omnipotente elevó " en cuerpo y alma a los cielos a la inmaculada Virgen María",
tal como dice la oración propia de esta solemnidad. Ella, escogida desde las entrañas
de su madre para ser la madre de Jesucristo, correspondió siempre al querer de Dios,
con una fe activa que se traducía en amor y servicio a los demás. Un amor y un
servicio que ella sigue ejerciendo a favor de la humanidad en el tiempo de la Iglesia,
por medio de su solicitud maternal y de su oración de intercesión cerca del Cristo
resucitado. Al contemplarla radiante de la luz pascual de su Hijo, proclamamos junto
con Isabel: Feliz por haber creído ; bienaventurada por las maravillas que el
Todopoderoso ha hecho en ella. Y con ella, adoramos la santidad de Dios que llama a
la vida divina a los que creen en él y ama a la humanidad de generación en
generación.
Nuestra Santa Imagen de Montserrat, vestida de oro y con una corona real manifiesta
simbólicamente la realidad espiritual que hoy celebramos, según cantábamos hace un
momento: tiene la reina a la derecha, vestida con brocados de oro . Ella es, como decía
san Juan Pablo II en su peregrinación a nuestro santuario, "Señora, Madre y Maestra;
sentada en su trono de gloria y en actitud hierática, tal como corresponde a la Reina
de cielos y tierra, con el Dios Niño en el regazo "(cf. Homilía en Montserrat,
07/11/1982). La Santa Imagen representa la santidad única de María y su entrada a la
presencia de la divinidad, de ahí la actitud hierática propia del románico. Pero esto no
quiere decir lejanía o indiferencia hacia nosotros. Al contrario, el misterio de la
Visitación que nos ha sido proclamado en el evangelio de hoy, tiene una dimensión
perenne. María, la Señora, Madre y Maestra gloriosa cerca de Cristo, sigue siendo
solícita de nuestras personas y de nuestras cosas para atendernos en su amor
maternal. Ella que "reina con Cristo para siempre", pero que no se aleja de nosotros
sino que se convierte íntimamente cercana a cada ser humano, por visitarnos en todas
las vicisitudes de la vida.
La segunda mirada que nos invita a hacer la solemnidad de hoy, es a nuestra persona,
a nuestra realidad presente, con sus alegrías y sus penas, con sus preocupaciones,
sus miedos, sus sufrimientos. Además, el contexto en el que estamos viviendo no está
exento de dificultades, de amenazas, de puntos de interrogación en muchos niveles.
Pero la contemplación de María en su gloria nos serena. Y nos invita a hacer como
ella, no evadirnos de la realidad que nos rodea, sino vivirla intensamente "aspirando
siempre a las realidades divinas", tal como nos hace pedir la oración propia de hoy. Es
decir, vivir cada día según las actitudes del Evangelio, con espíritu de servicio y de
compromiso con los demás. Necesitamos, para vivir con alegría y con esperanza,
imitar el estilo de María en la visita que hizo a su prima, tal como hemos escuchado en
el evangelio. María va a la montaña para encontrarse con Isabel, con una solicitud
gozosa, con la convicción de corresponder a la vocación de madre del Mesías que le
ha sido dada, con el deseo de servir.
Mirar nuestra realidad iluminada por la solemnidad de la Asunción, nos es fuente de
esperanza a pesar de las dificultades, personales, familiares o sociales que podamos
experimentar. Debemos aprender de María a iluminar nuestra realidad con la Palabra
de Dios; para ello, sin embargo, hay que darle tiempo y crear espacios de silencio en
nuestro interior. Si lo hacemos, veremos que también nuestro momento, a pesar de las
oscuridades y los interrogantes, es también tiempo de gracia, tiempo de salvación. No
tengamos miedo, pues, de gastar la vida por los demás como lo hizo Jesús, como lo
hizo María. Si lo hacemos así y nos dejamos llevar por el Espíritu, estallará en nuestro
interior y nos brotará de los labios el canto profético del Magnificat.
La tercera mirada a la que nos invita la solemnidad de hoy es el término de nuestra
vida, en el momento final de nuestra existencia sobre la tierra. Porque "por Maria se
nos han abierto las puertas del Paraíso (antífona de primeras vísperas). Por eso, la
oración del día concluye pidiendo que "lleguemos a participar con ella de su misma
gloria en el cielo". Contemplándola a ella, encontramos energías y provisiones para
continuar el camino de la vida hasta que lleguemos a su término. En la escuela de
María, no desviaremos el camino, podremos avanzar con paso decidido hacia la
estancia futura, aquella de la que ya disfruta ella. Porque la asunción de María a la
gloria de Cristo prefigura la que deben obtener por gracia los discípulos de Jesucristo.
Efectivamente, la felicidad eterna que nos es prometida no es otra que la que María ya
posee en plenitud. Por eso hoy renovamos nuestra fe y nuestra esperanza, sabiendo
que, una vez pasado el umbral de la muerte, estamos llamados a la vida para siempre
y a compartir la gloria de Jesucristo resucitado. Los cristianos, pues, debemos ser
profetas del sentido de la existencia y semilla de esperanza en nuestra sociedad. Y al
mismo tiempo tenemos que testimoniar que hay que amar y servir como María para
poder disfrutar como ella eternamente de la plenitud de la felicidad y del amor.
Ahora, en la celebración de la eucaristía, damos gracias a Dios por las maravillas que
ha obrado en María y por la vocación eterna que ha dado a la humanidad. Hagámoslo
acogiendo a Cristo resucitado, el Rey de la gloria, que nos invita a compartir esta su
gloria al término de la vida sobre la tierra y nos da un anticipo en la liturgia de la
Iglesia.