15 de Septiembre, Virgen de los Dolores: Jn 19, 25-27
En este día, 15 de Septiembre, la Iglesia conmemora los dolores de la Virgen María.
Nos presenta a la madre de Jesús llena de sufrimientos acompañando a Jesús junto a
la cruz. No sin razón está colocada esta conmemoración el día después en que la
Iglesia celebra la exaltación de la Santa Cruz. Cuando el papa Pablo VI, en la nueva
reforma del calendario litúrgico, ratificaba esta fiesta de la Virgen Dolorosa para este
día, decía que era “una ocasión propicia para revivir un momento decisivo de la historia
de la salvación y para venerar junto con el Hijo exaltado en la cruz a la madre que
comparte su dolor”. Esta fiesta o conmemoración no es para quedarnos en el dolor,
sino para que sirva de glorificación al misterio de dolor de María.
En el evangelio hemos visto la escena en que Jesús da como madre a su discípulo
querido, y a éste se lo entrega a su madre. En primer lugar podemos ver la escena en
un sentido “doméstico”: Es algo natural que Jesús, al ver que su madre se va a quedar
sola, se preocupe de que quede atendida. Pero esta escena, ya desde muy antiguo, se
la ha interpretado en un sentido eclesial, es decir, que esta maternidad se extiende a
toda la comunidad cristiana, porque en aquel discípulo la Iglesia ha visto que estaban
representados todos los discípulos. Por eso a la Virgen se la ha tenido y se la tiene por
madre espiritual de todos los creyentes. El papa León XIII decía que Jesús quiso
referirse “al género humano y particularmente a todos los que habrían de adherirse a El
con la fe”. Una de las razones es porque si Jesús hubiera querido preocuparse sólo del
futuro de su madre, habría bastado con decir al discípulo: “He ahí a tu madre”; pero al
dirigirse en primer lugar a María, intenta poner de relieve sobre todo la tarea y la nueva
misión que ahora le confía a ella. Por eso dice en primer lugar: “Mujer, he ahí a tu hijo”,
porque la misión de su madre es la más importante. En lo material no necesitaba la
Virgen cuidar del discípulo, porque tenía su propia madre, que además estaba allí.
También el hecho de llamarla “mujer” tiene una resonancia comunitaria eclesial.
La figura de María “de pie ante la cruz” es la de una madre valerosa, que no se deja
derrumbar por el dolor. Ella es prototipo de la actitud de fe en medio del sufrimiento. Se
trata del valor que está sustentado en la esperanza. Y esta esperanza se funda en que
su lema, como el de Jesús, es estar dispuesta siempre a hacer la voluntad de Dios.
Cuando se toca el problema del dolor juntamente con la voluntad de Dios, hay
peligro de que para algunos se tenga una idea de un Dios muy serio y justiciero. Dios
siempre es bueno y desea nuestra felicidad. Pero la realidad de la vida es que estamos
envueltos en muchos males que nosotros nos acarreamos por nuestros pecados. Para
redimirnos, para que podemos conseguir con nuestra libertad, unida a la gracia de
Dios, la verdadera felicidad, el Hijo de Dios se hizo hombre y llegó, por medio del dolor,
hasta la cruz. Su madre, la Virgen María, que había sido creada con la mayor
hermosura posible en su alma, sin ser obligada, aceptó la voluntad de Dios de cooperar
a esa redención dando cuerpo al Hijo del Altísimo. Y se comprometió hasta el fin con
toda responsabilidad, aunque sabía, como se lo había profetizado el anciano Simeón,
que una espada atravesaría su alma. De hecho no fue una espada sino muchas, pues
espadas fueron las dudas de José, las dificultades para el nacimiento de Jesús, la
huida a Egipto, la pérdida de Jesús, la despedida antes de su predicación, el
permanecer oculta y callada..., hasta la calle de la amargura, estar junto a la cruz,
tenerle en sus brazos muerto y ver que la losa del sepulcro le separaba del todo.
Pero María esperaba. Y llegó la resurrección. Para enseñarnos que participar con
Cristo en sus dolores es signo de la participación en la felicidad. Es enseñarnos que el
dolor no es sólo tormento, sino que es el precio del amor hacia los demás. Y es la
posibilidad de ofrecer ese dolor por el bien espiritual primero de nosotros y también de
los demás. Es como una especie de corredención, como en María.