Domingo XXIV/C (Lc15, 11-32)
El amor y la misericordia de Dios para el pecador
La liturgia de este domingo viene a revitalizar el mensaje de este año de
la misericordia: la misericordia de Dios es la idea común de las tres lecturas: en el
Evangelio las tres parábolas son parábolas de la misericordia de Dios; la segunda
nos dice que Jesús vino a salvar a los pecadores; el salmo es el salmo del hombre
que se arrepiente y Dios que se complace en su conversión, y en la primera lectura,
Dios se vale de la mediación de Moisés para perdonar al pueblo. Ahora nos
detendremos en la parábola del Pare misericordioso.
Jesús en su predicación empleó con mucha frecuencia las parábolas. ¿Qué sentido
tienen las parábolas? Explicar un misterio sobrenatural –de por sí inaccesible a
nuestra inteligencia- a través de un suceso ordinario, que nos permite
aproximarnos al misterio a través de esa imagen. Es importante no verlas como un
mero “cuentito”, sino meternos en el misterio al que apuntan.
Uno de los capítulos más llenos de amor del Evangelio es el capítulo 15 de San
Lucas, que hemos escuchado. Allí encontramos las parábolas de la misericordia: la
oveja perdida, la dracma perdida y el hijo pródigo, que son ejemplos de la
misericordia de Dios para con los hombres: el buen pastor que busca a la oveja
perdida, dejando a las otras 99 en el redil hasta que encuentra a la centésima, que
estaba extraviada. Aparece también la mujer que había perdido una moneda y
barre incansablemente la casa hasta que la encuentra. Y se nos habla de un padre
que acoge amorosamente al hijo ingrato y derrochador, a la vez que también
muestra su confianza al hijo responsable que había permanecido junto a él.
“En estas parábolas dedicadas a la misericordia, Jesús revela la naturaleza de Dios
como la de un Padre que jamás se da por vencido hasta tanto no haya disuelto el
pecado y superado el rechazo con la compasión y la misericordia… En estas
parábolas, Dios es presentado siempre lleno de alegría, sobre todo cuando perdona.
En ellas encontramos el núcleo del Evangelio y de nuestra fe, porque la misericordia
se muestra como la fuerza que todo vence, que llena de amor el corazón y que
consuela con el perd￳n” (Papa Francisco, Bula Misericordiae vultus , n. 9).
Con estas tres parábolas sobre la misericordia, Jesús quiere dejar bien establecido
que Jesús ha venido a salvar, que su deseo es tener una fiesta por la salvación de
sus hijos. Sobre todo quiere poner al descubierto el corazón tierno y amoroso de
Dios. Estas tres parábolas tienen detalles hermosos, que pretenden subrayar la
voluntad de misericordia, el deseo incontenible que tiene Dios de salvarnos. El
pastor carga sobre sus hombros la oveja perdida, no la empuja golpeándola con la
punta de su cayado. La mujer que enciende la lámpara, y que se afana
incansablemente en buscar la moneda perdida, y que explota de alegría cuando
termina su búsqueda. ¿Será verdad, Dios mío, que explotas de alegría cuando nos
encuentras? ¿Será verdad que encendiste todas las luces para buscarnos? ¿Mi Dios,
tú nos cargas sobre tus hombros? Señor, hazme entender que por mí haces fiesta.
Pero la que más se ha destacado siempre de las tres parábolas es la del hijo
pródigo, y con razón, por la transparencia del amor, por la fuerza del dramatismo, y
por la emoción dolida que surge en un padre que ve alejarse al hijo, y de un hijo
que llega al extremo del fracaso. Y sobre todo destaca por el amor incondicional del
Padre cuando vuelve a abrazar al hijo que se fue.
Lo primero que el Señor quiere inculcarnos es que alejarse de la casa del padre es
caminar al fracaso. Una afirmación contundente, pero que es esencial: alejarse de
Dios es arruinar la vida. La dignidad del hombre, sólo se salvaguarda en la casa del
Padre. La felicidad que se pretende obtener lejos de Dios, termina siendo amargura
y fracaso. El ser humano se realiza al calor de Dios, y se destruye cuando camina
lejos de Dios. Con frecuencia se tiene (inconscientemente) la idea de que Dios hace
la vida aburrida, y que para buscar la felicidad hay que liberarse de cada uno de los
diez mandamientos. Se piensa que la felicidad se puede obtener cuando se borran
de nuestro pensamiento las ideas religiosas. Se piensa que las orientaciones y las
prácticas religiosas hacen la vida reprimida. Y que en la aventura del placer, en que
uno rompe todos los esquemas de los “ni￱os buenos”, es donde se encuentra la
chispa de la vida, lo emocionante.
Otra enseñanza es que Dios vive impreso en nuestro corazón, su huella es
imborrable (una chispa de su vida nos hizo vivir) y que no descansamos hasta que
nos volvamos a El de todo corazón. San Agustín decía: “nos hiciste, Señor, para Ti,
e inquieto está nuestro corazón hasta que no descanse en Ti”. Esto es lo que siente
el hijo pródigo: una irresistible añoranza de Dios, de su Padre. Cuando ha pasado el
torbellino de las aventuras que lo han tenido aturdido, cuando se ha disipado la
niebla del placer, se siente sólo, tristemente sólo, necesitando el abrazo de su
padre, su voz tranquilizadora. Cuando se sienta a pensar, en esa pocilga que es la
descripción de su propia suciedad, siente una honda necesidad de llamar por su
nombre a su Padre. Y este fuego interior lo va preparando para verse de nuevo con
su Padre ¿cómo imaginaría este muchacho que sería ese encuentro? ¿Cómo soñaría
con su padre, la última noche en la pocilga?
Padre, me declaro culpable, pido clemencia, perdón por mis pecados. Me acerco a ti
con absoluta confianza porque sé que tú prefieres la penitencia a la muerte del
pecador (cfr. Ez 33,11). Miro al horizonte: veo tus brazos abiertos y un corazón de
Padre queriendo atraerme con lazos de un amor infinito. Padre, perdóname, quiero
recibir tu abrazo eterno.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)