DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO (C)
Homilía del P. Josep-Miquel Bausset, monje de Montserrat
11 de septiembre de 2016
Ex 32,7-11.23-24 / 1 Tim 1,12-17 / Lc 15,1-32
El Evangelio de hoy nos presenta tres parábolas, muy conocidas, que nos muestran
uno de los rasgos más característicos de Dios: la misericordia, expresada en la alegría
por el reencuentro. Con diversos matices, el pastor que va a buscar la oveja perdida,
la mujer que busca la moneda extraviada y el padre que acoge al hijo que se había
marchado de casa, estas tres parábolas son un ejemplo de la acción salvadora de
Dios, como nos indicaba la oración colecta de esta eucaristía.
La expresión, " muy contento ", referida al pastor, el gozo de la mujer que invita a sus
amigas para compartir con ellas la alegría por la moneda que ha encontrado y sobre
todo el padre que hace fiesta por el hijo " perdido y encontrado ", nos señalan la alegría
(una expresión que se va repitiendo a lo largo de este texto) por aquellos, que
descarriados retornan a Dios. Por eso el Evangelio de hoy nos muestra la alegría del
perdón, de la reconciliación, de la conversión.
Ya en la primera lectura, del libro del Éxodo, vemos el perdón de Dios que se cierne
en medio de Israel, un pueblo rebelde a la Alianza, un pueblo que rompió el pacto de
fidelidad con Yahvé. Por eso el salmo 50 nos recuerda, con un sentimiento de gratitud,
el Dios compasivo y misericordioso, que borra nuestras faltas, lava nuestras culpas y
nos purifica de los pecados.
Estas parábolas nos muestran un hecho sorprendente: Dios va más allá de lo que
pensamos de él o de lo que creemos de él, porque con amor acoge a todos. Pero al
mismo tiempo, el Evangelio denuncia el fariseísmo de los que aparentan ser justos, y
desenmascara aquellos que hacen de la propia vida una mentira, como el hermano
mayor de la parábola, indignado ante la misericordia del padre para con su hijo
pequeño.
La misericordia es la mirada de Dios, llena de ternura, sobre la miseria humana, que
levanta a los fracasados, anima a los cansados, acoge a los perdidos y cura a los
heridos. La misericordia hace posible la alegría de Dios y la fiesta, de la que ninguno
de nosotros, por desesperado o por culpable que se sienta, no está excluido. De ahí
que no debemos desesperar nunca de la misericordia de Dios, una misericordia que
necesitamos cada uno de nosotros, como también la necesita la Iglesia y el mundo.
Hermanas y hermanos: para poder perdonar, " necesitamos pasar por la experiencia
liberadora de comprendernos y perdonarnos a nosotros mismos " ( Amoris laetitia núm.
107). Por ello, es el amor sorprendente de Dios que se hace misericordia gratuita en el
perdón que él nos ofrece. Un perdón que restaura en nosotros la imagen de Dios que
recibimos en el bautismo. Un perdón gracias al cual el Señor nos abre nuevos
horizontes de vida.
Es verdad que todos nosotros somos en parte, oveja o moneda perdida, o hijo que
huye de casa. Pero también somos el hijo incapaz de perdonar y de ofrecer
misericordia. Y es que en un mundo donde la rivalidad y la competitividad son el pan
de cada día, nuestra sociedad ve la misericordia como una debilidad, como algo que
nos quita eficacia y fuerza. Por eso estamos acostumbrados a aquel dicho tan nefasto
de " quien la hace, la paga ".
Jesús nos pide hoy acercarnos y acoger a los demás y al mundo, como lo hizo el
padre o el pastor de la parábola: con compasión y con ternura. Sin juzgar, sin
condenar, sin excluir a nadie de la Iglesia, hogar abierto a todo el mundo.
Compartiendo, es decir, sufriendo con los que sufren y curando la humanidad y
también la creación. Precisamente el Papa Francisco en su mensaje con motivo de la
Jornada de Oración por la Creación, nos pedía buscar la misericordia de Dios por los
pecados cometidos contra la naturaleza, a la vez que nos invitaba a una acción de
gracias por la maravillosa obra que él nos ha confiado. El Papa nos alentaba a vivir
con una contemplación agradecida del mundo y nos llamaba a una conversión
ecológica, para preservar la creación de cualquier daño.
Hermanas y hermanos: Jesús el Señor nos muestra que la ley a la que se aferra el hijo
mayor de la parábola, no puede ahogar la libertad del amor del padre, que acoge el
joven descarriado. Como cualquier ley no puede nunca aprisionar la libertad de un
pueblo.
Ahora Jesús también nos acoge a nosotros con solicitud y ternura, y nos hace
sentarnos a la mesa de fiesta, la mesa de la Eucaristía, donde no sobró nadie, donde
todos estamos invitados. Ojalá, hermanas y hermanos, sepamos dejarnos acoger por
Jesús y también acogernos los unos a los otros con misericordia y con confianza, con
la actitud del padre de la parábola: escuchando antes de hablar, acogiendo sin juzgar
y perdonando sin condenar. Porque por encima de la ley que excluye o que condena,
está la libertad del amor que acoge y que cura. Vamos pues, hermanos y hermanas,
ahora prepararemos la mesa del altar y el Señor, él mismo, nos servirá el pan y el vino
de la fraternidad.