XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Es de bien nacidos ser agradecidos
Esta semana nos deja también acontecimientos humanos muy preocupantes.
Sólo mencionaré dos. La marea de seres humanos de origen africano en el
Mediterráneo, frente a las costas de Italia, arroja una vez más el dato
escalofriante de miles de víctimas pobres hacinados en barcas hinchables en
busca desesperada de un horizonte de vida mejor. Muchísimos de ellos perecen
en el mar. Además, en Murcia (España) ha habido un motín en el Centro de
Internamiento de Extranjeros que refleja la situación crítica de muchos
extranjeros en los países europeos desde principios de este siglo XXI,
concretamente en España tras la entrada en vigor de la Ley de Extranjería de
Enero de 2001. Recordemos, sin embargo, que el artículo 13 de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos dice que “toda persona tiene derecho a
circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado”, y
hagamos memoria también de que en la Biblia, desde los códigos legales más
antiguos, se recuerda que “el inmigrante será entre vosotros como el nativo” (Lv
19,34).
Los textos litúrgicos de este domingo, especialmente el del leproso agradecido
(Lc 17, 11-19), nos introducen plenamente en dos temas: el tema de la
gratuidad como gran valor de la fe cristiana que nos permite experimentar la
salvación también en el aquí y ahora de nuestra historia y el tema de la
universalidad de la salvación mediante la ruptura de fronteras realizada por
Jesús al mostrar como paradigma de la fe al leproso samaritano. Tanto Pablo
como Lucas reflejan el don de la salvación universal y de la nueva vida, por
medio de la fe en Jesucristo y en su Evangelio, más allá de cualquier diferencia
étnica, social, nacional o lingüística.
Pablo invita a Timoteo a hacer memoria del gran acontecimiento del Evangelio (2
Tim 5,8-13). El anuncio de Jesucristo, el Señor Resucitado, es el centro de todo
el mensaje paulino. En nuestro mundo resuena hoy también la palabra del
apóstol, al recordar a todos los cristianos perseguidos en el mundo y a todos los
que sufren de una manera u otra. Los creyentes, como Pablo, tenemos que
recordar su evangelio, que no es otro que el anuncio de Cristo Resucitado.
Utilizando un tiempo verbal que no tenemos en castellano, el participio de
perfecto griego, esta carta resalta el estado y el efecto permanente del
Resucitado como resultado del acontecimiento de la resurrección de Cristo, un
hecho que ya ha ocurrido en la historia y que ha conseguido la salvación para el
género humano. Este anuncio es la causa del sufrimiento de Pablo y de su
persecución hasta estar en la cárcel, pero él sigue proclamando con una fuerza
extraordinaria que la palabra de Dios no está encadenada, y por medio de esa
palabra se accede a la salvación conseguida ya por Cristo.
En el mes misionero de la Iglesia, con la próxima celebración del Domund, los
cristianos hemos de tomar conciencia de que nuestra palabra, una palabra
solidaria con todos los que sufren y con todas las víctimas del mundo, y
especialmente si esta palabra va acompañada del sufrimiento por la causa del
Evangelio, es una palabra que comunica la presencia del Resucitado, y hace
partícipes a los creyentes en el misterio de Cristo. Para ello el autor de la carta
utiliza una serie de términos sumamente significativos que expresan la íntima
unión con Cristo por parte de los creyentes. Algunos de ellos son exclusivos de
Pablo y contienen su prefijo preposicional favorito (en griego sun- equivalente en
castellano a con-), para manifestar que la fe es comunión profunda con Cristo
al com-partir su muerte y su vida, al resistir firmes frente al mal para com-
partir con él su Reino. La vida y el reinado de Cristo en nosotros triunfará si
somos capaces de morir con él y enterrar todos los males e injusticias de
nuestro corazón y de nuestro mundo, si sabemos enfrentarnos con firmeza y con
convicción a los desafíos del tiempo presente.
Pero hemos de ser conscientes también de que la victoria está ganada por Cristo
en su resurrección y de que él nos ha hecho partícipes de ella. Ése es el
Evangelio. Por eso nosotros tenemos capacidad para enfrentarnos a todos los
males, sobre todo, al de la injusticia de la humanidad que agrandando el abismo
entre los ricos y los pobres provoca las muertes del Mediterráneo, la muerte
silenciosa de las hambrunas del mundo y el progresivo empobrecimiento de la
inmensa mayoría de la población. Pero el único instrumento para esta lucha
contra el mal no es el uso de la violencia, sino la fuerza de la palabra
convincente, la que procede del Evangelio, la que nada ni nadie puede someter,
porque la palabra de Dios no está encadenada. Y además tenemos la certeza de
que, aunque nosotros fallemos y seamos infieles, Cristo Resucitado permanece
fiel y el efecto de su gracia en nosotros sigue vigente, tanto en Pablo como en
los creyentes y testigos del Evangelio de toda la historia. Conocer este mensaje
es abrir caminos de esperanza y de salvación entre nosotros y en nuestro
mundo.
Por su parte, el relato evangélico del milagro acontecido en el encuentro de
Jesús con los leprosos revela aspectos esenciales de la fe que verdaderamente
lleva a la experiencia de la salvación (Lc 17,11-19); el más sobresaliente es la
gratuidad, como experiencia de gratitud y de agradecimiento en la vida humana.
La fe se presenta aquí como encuentro personal y confiado con Jesús que
transforma y libera a toda persona humana, independientemente de su lugar de
procedencia y de su religión. Sin embargo la salvación sólo se produce cuando
desde la fe se reconoce el verdadero origen de la liberación y se agradece a Dios
dicha intervención histórica.
En el camino a Jerusalén, destino de la vida de Jesús, en la frontera de Samaría
y Galilea, diez leprosos reclaman la atención y compasión de Jesús. Además de
la enfermedad física relativa a cualquier afección cutánea, denominada
generalmente lepra, aquellos hombres padecían la enfermedad aún peor de la
marginación y de la exclusión social y religiosa. Sólo a distancia pueden dirigirse
a Jesús implorando su misericordia, y él los envía a los sacerdotes, como
instancia religiosa y pública que puede rehabilitarlos como personas dignas de la
convivencia una vez producida la curación. Lucas da a entender que Jesús es
portador de una palabra curativa de todo mal y liberadora de la marginación.
La fe es, pues, en primer lugar, encuentro con Jesús desde la fragilidad humana.
Es un encuentro confiado que orienta a las personas a actuar según la palabra
de Jesús. Y cuando esto se lleva a cabo se empieza a experimentar la maravilla
de la transformación de la persona en virtud de aquel encuentro confiado. Esto
es lo que le ocurre a los diez hombres leprosos que se encuentran con Jesús
según narra exclusivamente el evangelio de Lucas. Todos ellos experimentaron
la intervención primera y curativa de Jesús a través de su palabra. Sin embargo,
no todos ellos percibieron su sentido más profundo, ni experimentaron la
salvación.
A ello dedica Lucas la segunda parte del relato, en la que se narra cómo uno de
los leprosos, un samaritano para más inri , es decir, un extranjero, se vuelve
para dar gracias a Jesús y a Dios por lo acontecido. El milagro se relata
siguiendo los parámetros de la curación de Naamán, el sirio leproso, narrada en
2 Re 5,10-17, que anuncia el carácter universal de la salvación, a la que Lucas
también se refiere en el texto programático de la sinagoga de Nazaret (Lc 4,16-
30). De este modo, un forastero se presenta como modelo de fe frente a los
judíos. La fe auténtica, la que lleva a la experiencia de la salvación, requiere el
reconocimiento personal e ineludible del origen de la curación de la enfermedad
y de la palabra liberadora y rehabilitadora de la vida que se hace visible y
público en la acción de gracias. Sin esta última dimensión no hay una
experiencia de salvación. La experiencia de fe se manifiesta de forma gozosa en
el agradecimiento a Dios. Por eso la gratuidad, que expresa el sentimiento
personal de gratitud y lo celebra en la acción de gracias a Dios, es la nota
sobresaliente de la fe plena.
La fe que salva es un tema recurrente en Lucas (la pecadora pública en Lc 7,50;
la hemorroísa en Lc 8,49; el leproso samaritano en Lc 17,19; y el ciego de Jericó
en Lc 18,42). El milagro del leproso samaritano en el encuentro con Jesús revela
la insuficiencia de una fe meramente interesada o de una fe reducida a la
contemplación de milagros. Reconocer el don de la intervención de Dios en
nuestra vida lleva a la gratitud por el don de la salvación. Quien no da gracias
nunca, aunque haya sido curado, no experimenta la alegría de la salvación.
Hacer memoria de Jesús y darle gracias por su palabra, por su fidelidad y por
salir a nuestro encuentro es necesario para gozar y disfrutar la alegría de los
redimidos. La Eucaristía, memorial de Cristo muerto y resucitado, es el momento
privilegiado de la acción de gracias entre cristianos, que nos debe impulsar,
como al leproso que ha experimentado la salvación, a proclamar en alta voz la
gloria de Dios en Cristo y en su palabra que cura y puede salvarnos. El refrán
castellano también confirma el gran valor de la gratuidad y del agradecimiento
por todo lo que la vida nos concede, especialmente a través de la fe en Cristo,
cuando dice: “Es de bien nacidos ser agradecidos”.
Así como la acción salvífica de Dios en la persona de Jesucristo ya no conoce
límites ni fronteras con los seres humanos, la acción liberadora de unas personas
hacia otras, de unos pueblos hacia otros y de unos Estados con otros debe
hacerse rompiendo todo tipo de fronteras étnicas, raciales o nacionales. Con
Jesús ha llegado la hora de la salvación y de la liberación de todo ser humano.
Ése es nuestro Evangelio. Y esta palabra no está sometida a ningún tipo de
cadenas ni de mordazas.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura