Domingo XXVIII Ordinario/C
( Lc 17,11-19)
Bendice, alma mía, al Señor, Y bendiga todo mi ser su santo nombre.
Bendice, alma mía, al Señor, Y no olvides ninguno de sus beneficios.
Una de las causas más viejas de las quejas del hombre es la ingratitud; pocas cosas
saben tan mal a una persona como topar con un desagradecido. Se quejan los
padres de lo desagradecidos hijos, los jefes de lo poco que sus colaboradores saben
reconocer sus desvelos en orden a una mejora del cualquier tipo…. ¿Quién se cree
limpio de este pecado? Hoy el Evangelio nos presenta la queja de Jesús contra los 9
leprosos desagradecidos: “¿No son diez los que han quedado limpios? Y los otros
nueve, ¿dónde están?”, preguntó Jesús. Y manifestó su sorpresa: “¿No ha habido
quien volviera a dar gloria a Dios sino sólo este extranjero?” ¡Cuántas veces, quizá,
Jesús ha preguntado por nosotros, después de tantas gracias!
Don Miguel de Cervantes en su famosa obra “ El Quijote ” al respecto, decía: “Entre
los pecados mayores que los hombres cometen, aunque algunos dicen que es la
soberbia, yo digo que es el desagradecimiento, ateniéndome a lo que suele decirse:
que de los desagradecidos está lleno el infierno. Este pecado, en cuanto me ha sido
posible, he procurado yo huir desde el instante que tuve uso de razón; y si no
puedo pagar las buenas obras que me hacen con otras obras, pongo en su lugar los
deseos de hacerlas, y cuando éstos no bastan, las publico” (II parte, capítulo 58).
La gratitud es ese fino sentimiento, que mueve a valorar el bien recibido y a
corresponder con otro, al menos con el deseo, siquiera con la publicación del bien y
de la persona que me lo hizo. Para Don Quijote la ingratitud es el pecado mayor del
hombre, para Jesús la queja íntima de Dios, para el hombre la piedra del tropezón
diario y para mí un misterio bochornoso. El ser humano es un puro beneficio de
Dios de pies a cabeza y del seno materno al ataúd de madera, pero no lo reconoce.
El ser humano, suyo, lo que se dice suyo, no tiene más que el pecado, el de
ingratitud, primero, pero Dios no puede convertirlo porque no se deja. La gratitud
es directamente proporcional a la elegancia de espíritu e inversamente proporcional
al favor recibido. O sea, que a grandes beneficios, grandes ingratitudes. Eso es
chapuza de espíritu, vileza de corazón, orgullo sin nombre. Por eso, el pobre es más
agradecido que el rico, el sencillo más que el grande y el débil más que el
poderoso.
El apóstol Pablo exhortaba a los Efesios a vivir gozosamente «dando siempre
gracias por todo al Dios y Padre en el nombre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef 5,
19-20). A los Tesalonicenses les instaba a «dar gracias en todo, porque ésta es la
voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús» (1 Ts 5, 18). Y a los
Colosenses les recuerda, entre otros, ese mismo deber: «Y sean agradecidos» (Col
3, 15). La ausencia de gratitud no sólo afea nuestro carácter. Revela la negrura de
la mente y el corazón humanos cuando hace oídos sordos a la revelación natural.
Pablo traza atinadamente el perfil de los paganos de su tiempo diciendo
que, «habiendo conocido a Dios (vv 19, 20), no lo glorificaron como a Dios ni le
dieron gracias» (Rm 1, 19-21). La Iglesia desde el inicio ha sido consciente de la
gratitud para con Dios . Por eso llamó a la santa Misa, Eucaristía, es decir, acción de
gracias, porque Jesús empezó la Última Cena –donde instituyó la Eucaristía- dando
gracias a Dios, antes de partir el pan y de presentar el cáliz.
Jesús, Tú has hecho mucho por mí. Mi vida, mis virtudes, mi familia: todo te lo
debo a Ti. ¿Cómo me voy a olvidar de darte las gracias? Gracias, Jesús, por todo lo
que tengo y lo que soy; por todo, incluso por aquellas cosas de las que no me doy
cuenta ni sé apreciar; más aún, gracias incluso por lo que me falta o me hace sufrir
(P. Cardona). Porque, dice San Pablo, “ para aquellos que aman a Dios todas las
cosas son para bien” (Ro 8, 28).
Jesús, ¿cómo puedo serte más agradecido? Primero, con mis obras: cuando alguien
está realmente agradecido a otro se vuelca en detalles con aquella persona y se
ofrece para todo en lo que pueda servirle. De la misma manera, si realmente estoy
agradecido por todo lo que has hecho por mí, es lógico que intente servirte y darte
gracias durante el día. Y todo lo que haga por Ti me parecerá pequeño e
insuficiente para pagarte lo mucho que me has dado: tu misma vida.
Jesús, me has dado un medio especialísimo para darte gracias: la Santa Misa o
“Eucaristía”, que significa precisamente, acción de gracias. Asistiendo a la Misa me
uno a tu entrega y muerte en la cruz; y es ahí, pasmado ante semejante muestra
de amor, donde puedo y debo darte gracias con más intensidad. “La Eucaristía es
un sacrificio de acción de gracias al Padre, una bendición por la cual la Iglesia
expresa su reconocimiento a Dios por todos sus beneficios, por todo lo que ha
realizado mediante la creación, la redención y la santificación. ‘ Eucaristía ’ significa,
ante todo, acción de gracias” ( CEC 1360).
“Es justo y necesario, es nuestro deber y salvación, darte gracias siempre y en todo
lugar, Señor” (Prefacio), pero especialmente en la Comunión Eucarística. Te adoro
con devoción, Dios escondido, le decimos a Jesús en la intimidad de nuestro
corazón. En esos momentos, hemos de frenar las impaciencias y permanecer
recogidos con Dios que nos visita. Nada hay en el mundo más importante que
prestar a ese Huésped el honor y la atención que se merece (F. Fernández
Carvajal, J. Rodríguez Sánchez). Jesús vive y nos espera en el Sagrario, y
queremos visitarle, tratarle, que sea nuestro mejor Amigo, para confiarle nuestras
preocupaciones y fallos, enfermedades y lepras, y su manto, vestidura mágica, nos
hace invencibles… (Ricardo Martínez Carazo).
La palabra de Cristo habite en ustedes con toda su riqueza; instrúyanse y
amonéstense con toda sabiduría, canten agradecidos, himnos y cánticos inspirados.
Y todo cuanto hagan, de palabra y de boca, háganlo todo en el nombre del Señor
Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre” (Col 3,15b-17).