28ª semana del tiempo ordinario. Lunes: Lc 11, 29-32
Nos dice hoy el evangelio que la muchedumbre iba creciendo en torno a Jesús. La
verdadera religión que es amor y unión con Dios, aunque también puede ser de
muchedumbres, es más de personas individuales o grupos reunidos más en el silencio
y la paz ambiental. Cuando hay muchedumbres suele ser porque se busca lo
espectacular y eso es lo que sentía Jesús en ese momento.
La historia de Jonás encerraba dos lecciones, que nos da Jesús. La primera es
sobre las ansias de muchos, en aquel momento sobre todo los fariseos, para ver algo
espectacular y poder tener fe y convertirse. La gente de Nínive no eran testigos de
milagros por parte de Jonás, sino sólo de unas palabras vibrantes, dichas en nombre
del Señor, invitando a la conversión. Y sin embargo creyeron.
Jesús nos propone, como un ejemplo de conversión, el de los ninivitas. Puede ser
que en realidad más que una historia, como dicen algunos entendidos, fuese como una
parábola para dar una lección. Pero hoy esta lección es para nosotros, pues todos
hemos pecado y necesitamos conversión.
Convertirse no es sólo cambiar la actitud externa. Debe comenzar por el cambio de
mentalidad para que nuestra vida se acomode a la enseñanza del Evangelio. Hay
muchos cristianos que viven una vida normal cumpliendo los actos externos de la
religión, pero ni siquiera se han planteado cuál es la actitud que Jesús nos enseña para
tener una vida como verdaderos discípulos suyos. Por eso necesitamos cambiar de
manera de pensar para cambiar nuestra manera de ser y de vivir. Esto no es cuestión
de un día. Necesitamos toda la vida para ello.
Jesús desde el principio de su predicaci￳n comienza a hablar de “conversi￳n”.
Muchas personas, influenciadas por la actitud de los fariseos, sólo veían, como también
hoy muchos, la parte externa de la religión. Por eso para tener fe, para confiar en Jesús
o tenerle como el verdadero enviado de Dios, les parecía que Jesús debería hacer
signos portentosos. No es raro encontrar hoy personas que piensan que si Dios hiciese
algo verdaderamente portentoso, el mundo cambiaría y se convertiría. Algo portentoso
como el poner su nombre en el cielo o hacer de repente de esta vida un paraíso. Es
posible que haciendo algún signo terrible hubiera más temor; pero Dios quiere el amor.
Dios puede aplastar; pero para que haya amor correspondido se necesita la respuesta
confiada y libre. Convertirse es cambiar el corazón para amar de forma libre.
Jesús se queja ante su gente de que no han sabido reconocer en él al enviado por
Dios. El no va a dar señales portentosas, sino las señales del amor y la misericordia, y
sobre todo la se￱al de su muerte y resurrecci￳n. Jesús dijo que era “la se￱al de Jonás”.
Desde la primitiva comunidad ya lo interpretaron, como lo dice más claramente san
Mateo, por el tiempo que permaneció en el sepulcro para triunfar resucitando.
Dios nos presenta señales suficientes de su presencia en las maravillas de la
creación y en las diversas circunstancias de nuestra vida. Continuamente podemos
unirnos a su amor. Para ello hace falta la luz de la fe. Esta luz suele ofuscarse cuando
uno se apega a la materialidad de las cosas, sin pensar en su trascendencia como
regalos de ese Dios que vive con nosotros.
No sólo se nos invita a vivirlo como algo privado, sino a procurar que otros puedan
conocer más a Jesucristo. En el apostolado tendremos la tentación de poner
demasiado interés en lo externo, quizá hasta desearíamos que Dios hiciera un signo
espectacular. Recordemos que Dios busca el cambio de mente y corazón. Eso se logra
con la oración y con la penitencia, ya que todos hemos sido pecadores. Los milagros
solos no hacen la conversión. También los fariseos veían los milagros. Por eso Jesús
antes de los milagros pedía fe y confianza. La transformación del hombre y del mundo
llegará cuando el corazón se abra a la verdad y al amor.