28ª semana del tiempo ordinario. Miércoles: Lc 11, 42-46
Estas expresiones de Jesús que el evangelio nos trae hoy contra los fariseos las
pone san Lucas a propósito de una comida en casa de un fariseo donde Jesús había
sido invitado. Ayer se hablaba del comienzo de esta comida, cuando Jesús con todo
propósito no hace el rito de lavarse las manos antes de la comida como lo hacían los
fariseos. Esto le da pie para darles una gran enseñanza de que nada sirve estar limpios
por fuera si no lo están por dentro. Mucho peor cuando les servía a algunos como signo
de orgullo propio y desprecio hacia los que llamaban pecadores. Es que ese lavado no
era precisamente por higiene sino para no contaminarse con los vendedores, etc..
San Lucas a continuación de la primera advertencia, pone unas recriminaciones
más fuertes que habría pronunciado Jesús en otras ocasiones o que quizá pronunció
en parte entonces. Algunas son contra los fariseos en general y la última de hoy es
contra los legistas o maestros que sacan nuevas leyes de las tradicionales.
Un gran defecto que ve Jesús en los fariseos es que éstos están muy preocupados
en cumplir los preceptos externos de la ley, hasta en mínimos detalles, pero no
cumplen lo principal que es la justicia y el amor. El cumplimiento externo llegaba hasta
lo absurdo de que, para pagar el diezmo de los bienes, separaban una décima parte de
las especias que utilizaban en la comida. Jesús no les reprocha esto. No es que haya
que despreciar lo pequeño por pequeño. Sería hermoso si lo hicieran por un amor
grande a Dios. Lo malo era que, cumpliendo lo externo con tanto detalle, olvidaban lo
principal que era el amor, porque el amor a Dios se debe manifestar a través de la
misericordia con el prójimo, comenzando por la justicia.
Otro defecto de los fariseos era el orgullo o la vanidad. Buscaban los primeros
puestos en los banquetes, como ya se lo dijo Jesús a otro fariseo; buscaban los
primeros puestos en la sinagoga y anhelaban los aplausos. Al buscar su propia gloria,
no buscaban la gloria del Señor y se creían superiores a otros muchos
despreciándoles. Por eso les dice Jesús que se parecían a sepulcros que por fuera
parecen bonitos, porque están blancos, pero por dentro están llenos de podredumbre.
También Jesús recrimina a los que hacen las leyes. Dios era el autor de las leyes
principales, que son los 10 mandamientos. Pero había un grupo de doctores que las
interpretaban, añadiendo continuamente más y más leyes hasta formar un código de
varios centenares. Lo peor es que esos juristas hacían muchas leyes para la gente, que
sentía tener una gran carga, pero ellos no las cumplían. Con ello hacían que los que
querían ser fieles se sintieran pecadores por no poder cumplirlas.
Lo peor era que estos legistas se presentaban como ministros de un dios lleno de
rigor, que parecía inhumano, como si sólo desease castigar a los que no pudieran
cumplir tantas leyes. Con ello la religión se convertía en un temor a Dios, que estaba
alejado o en contra del pueblo. Jesús en cambio nos enseña que Dios es sobre todo
amor, perdón, misericordia, y que está cerca del afligido y de quien quiera acudir a El.
Jesús amaba a los fariseos. Si les decía estos reproches era porque veía que era la
única manera de que recapacitasen y pudieran convertirse. A veces Dios actúa con
potencia, como lo vemos en el fariseo Saulo, que se convirtió en san Pablo. También
estos reproches deben llegar a nuestro corazón. Todos somos un poco fariseos y
algunos un poco más. Hay algunos que miramos demasiado los pequeños detalles
externos y olvidamos el amor. Otros tenemos mucho orgullo, y olvidamos que no
debemos juzgarnos, pues Dios ve el interior. Otros quizá nos convertimos en jueces y
con facilidad censuramos a otros y declaramos lo permitido o prohibido en cosas muy
dudosas, creyéndonos como profetas. ¿Cómo sabremos que una persona habla y
actúa con el Espíritu Santo? San Pablo nos dice que debe tener los frutos del Espíritu,
que son: amor, alegría, paz, comprensión, amabilidad, etc., No el rencor o enemistad.