28ª semana del tiempo ordinario. Viernes: Lc 12, 1-7
Jesús iba instruyendo a los discípulos, pero ahora ya entre la multitud. San Lucas
nos expone aquí un cuadro con la mayor afluencia de gente ante Jesús: eran miles,
dice, de modo que hasta se pisaban unos a otros. Y les habla a sus discípulos, pero
de modo que lo pudieran escuchar los más posibles, para prevenirles sobre la
hipocresía de los fariseos. ¡Lástima que no hubiera micrófonos y altavoces!
Jesús se da cuenta de que la hipocresía de los fariseos se va infiltrando entre sus
mismos discípulos. San Lucas acentuaría esto porque ve que es importante para la
primitiva cristiandad, donde había muchos discípulos de los fariseos.
No es lo mismo ser fariseo que hipócrita. De hecho los fariseos eran cumplidores
de la Ley de una forma muy estricta o minuciosa. Por ello la gente les estimaba y,
queriendo buscar lo espiritual, muchos se sentían atraídos por ellos. El problema
estaba en que ese cumplimiento era casi sólo de forma externa olvidando lo principal
que era la parte interna. Y lo que más molestaba a Jesús es que esos fariseos, por el
hecho de cumplir externamente la ley, eran muy orgullosos y lo peor era que
despreciaban a los pobres, que no habían tenido la oportunidad de aprender la Ley.
Por esto la mayoría de fariseos eran hipócritas, de modo que para nosotros llega a
confundirse casi las dos palabras, fariseo e hipócrita. Jesús nos dice que esa
hipocresía es como una levadura. Para fermentar una masa se necesita una
levadura. Cuando ésta es buena, todo va bien, pero si la levadura está corrompida,
estropea toda la masa. Precisamente la estima que la gente tenía de los fariseos era
el gran peligro para ser infeccionados, porque se dejaban penetrar por esa levadura,
ya que querían imitarles.
Ante esta situación Jesús les dice, y nos dice, que todo lo oculto será descubierto.
Por de pronto Dios conoce todo lo que hacemos y la intención con que lo hacemos. Y
pone el ejemplo de los cabellos. Es algo que llevamos a la vista; pero, a no ser que
seamos calvos, nadie se ha puesto a contar cuántos pelos tiene en la cabeza. Ni
siquiera una madre, que dice conocer bien al hijo, sabe cuantos cabellos tiene. Pero
Dios sí sabe cuantos tenemos cada uno. Así conoce nuestras intenciones.
Por lo tanto, si Dios nos conoce y nos quiere ¿A quién vamos a temer? Esto es
porque la hipocresía proviene del temor. Temor al qué dirán y mucho más a la
persecución. Jesús nos dice que lo más que nos puede hacer una persona es
matarnos; pero después vendrá la gloria eterna, si somos fieles a Dios. Lo peor es ser
infiel a Dios, con lo cual nos exponemos a condenarnos nosotros mismos.
Hoy es una llamada a que seamos sinceros y abiertos, pues estamos ante Dios en
todos nuestros actos. No es fácil, ya que el ser hipócrita es algo muy fácil, a lo que
suele llevar la convivencia humana, mientras que para ser sincero a veces hace falta
mucha valentía. A Jesús mismo le costó ir a la cruz; pero después vino la
resurrección. Ser sinceros es saber escuchar con paz la voz de Dios por medio del
Evangelio y saber seguirlo.
Debemos ser buena levadura para ir contagiando a otros de fe, confianza, alegría
y paz. En la vida práctica de relación humana, en la política por ejemplo, se hace
como normal el actuar con hipocresía. No tenemos porqué pensar y actuar como
algunas veces creemos que actúa la mayoría. Debemos buscar la verdad en el
Evangelio y dar testimonio de esta verdad.
Dios hará patente toda la verdad, lo malo y lo mucho bueno de tanta gente sencilla
y buena. Aun en esta vida suele verse el triunfo de la virtud. Pero nuestra vida no
termina en la muerte, sino que se transformará.