29ª semana del tiempo ordinario. Jueves: Lc 12, 49-53
Jesús estaba hablando con sus discípulos. Cuando les hablaba a ellos solos solía
profundizar más en sus mensajes. A veces era explicándoles algunas parábolas y a
veces, como ahora, hablándoles con palabras que parecen desconcertantes y que ellos
seguro que no entendieron del todo hasta que el Espíritu Santo les iluminó plenamente.
Les propone tres ideas, que se complementan entre ellas, para expresar su
ministerio de entrega del amor de Dios y nuestra correspondencia a ese amor. La
primera habla de fuego . Quiere que el mundo arda. Claro que no se trata del fuego que
arrase los bosques, ni siquiera del fuego castigador de Dios, como el que querían
algunos discípulos para los samaritanos que no les habían acogido. Se trata de un
deseo ardiente de llevar a cabo su misión de comunicar a toda la humanidad el amor
de Dios y la alegría de vivir con El. Es ese ardor que han sentido los santos cuando se
comunican amorosamente con Dios, nuestro Padre. Es el ardor que sentían los dos
discípulos de Emaús cuando Jesús les explicaba las escrituras. Muchos comentaristas
han visto aquí el fuego del Espíritu Santo, que se hizo palpable el día de Pentecostés y
se reaviva en todo el que se entrega al amor de Dios. Este fuego tiene diversos grados
de calor según sea el grado en que el alma deja llevarse por Dios, como nos dicen los
maestros del espíritu. En realidad sólo lo entienden del todo los que se dejan quemar
por tal fuego, y por lo tanto es incomprensible para tantos que sólo se dejan llevar por
el egoísmo. Hay que comenzar con el fuego purificador que abrase todos los pecados.
Luego Jesús continúa diciendo que debe recibir un bautismo . La palabra bautismo
significa siempre “sumersi￳n”. Aquí se trata de sumergirse en los sufrimientos de su
Pasión. Está íntimamente relacionado con el deseo de extender el conocimiento del
amor de Dios. Quien está lleno del amor de Dios, es natural que quiera que los demás
lleguen también a ese conocimiento y a ese amor. Pero en esta vida envuelta en
pecados nada bueno puede hacerse sin sacrificio. Jesús, que quiere redimirnos de
todos los pecados, ve que tiene que sumergirse en los dolores de su Pasión.
Algo más difícil es entender la frase desconcertante sobre la paz . En la Escritura ya
se hablaba del Mesías como el príncipe de la paz. En el evangelio siempre aparece la
paz como un distintivo de la presencia de Jesús, desde su nacimiento, cuando los
ángeles la proclamaron a los pastores, pasando por los saludos propios y que también
ense￱a a los ap￳stoles para la misi￳n, hasta el deseo de paz y el “no teman” en todas
sus apariciones de resucitado. Ahora nos desconcierta diciendo que no ha venido a
traer la paz. Está hablando de sufrimiento y de redención y ve que unos le recibirán,
pero muchos le rechazarán. O como decía el anciano Simeón, iba a ser causa de
contradicción. La paz del alma, la paz interior, no coincide muchas veces con la paz
exterior, que es tranquilidad por el consenso y la unidad. Esta paz puede darse por el
miedo y otras circunstancias. Pero la paz del espíritu, que suele ser causa muchas
veces de la paz exterior, no se consigue sin amar y sin ceder muchos derechos. Esta
paz, cuando es un don del Espíritu Santo, es la consecuencia de una entrega amorosa
a Dios. Ello comienza con una conversión. Hoy nosotros, cuando vivimos entre familias
cristianas, no nos damos cuenta de las dificultades que tenían algunos paganos para
hacerse cristianos. Estas dificultades siguen hoy en algunas regiones. Entre esas
dificultades está la misma familia. El ejemplo que pone Jesús de una familia dividida ya
lo había puesto el profeta Miqueas. El mundo rechaza el amor de Dios; pero por eso no
se le puede dejar en esa paz falsa, que es la del conformismo o el cansancio.
No es que Jesús busque la división, sino que nos dice que su seguimiento debe ser
tan lleno de vitalidad que originará tensiones y muchas veces rupturas familiares o de
amigos. El cristiano busca la paz y la alegría; pero eso no quiere decir que haya que
transigir en la verdad, sino tratar de que el Reino de Dios esté más cerca de nosotros.