Domingo XXX Tiempo ordinario
Eclesiástico 35, 12-14. 16-18; 2 Timoteo 4, 6-8. 16-18; Lucas 18, 9-14
« Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que
se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido »
23 Octubre 2016 P. Carlos Padilla Esteban
« Ante mi verdad humana se arrodilla Dios. Y me hace capaz de amar de forma humana. Ese amor
humano mío, limitado y pobre, se convierte en un pálido reflejo del amor de Dios »
La libertad interior frente a las críticas y los elogios es ese don que tantas veces pido. Es una
gracia que tengo que pedir cuando me turbo con las críticas, o me creo especial con los halagos. Lo
sé con la cabeza, porque lo he oído, porque me parece evidente. Sé que ningún elogio me hace mejor
de lo que soy y ninguna crítica me quita un ápice de mi valor. Pero luego mi corazón no obedece y
se turba; sufre y se incomoda; se alegra en exceso o cae en la soberbia. En ocasiones me veo
descalificando a quien me critica. Como si así esa opinión dejara de tener valor por venir de quien
viene. Pero creo que no es el camino descalificar a quien me critica. En sus palabras, en su crítica,
Dios puede estar diciéndome algo importante. Y si descalifico a su autor, las palabras pierden
fuerza. Y yo no quiero que pierdan fuerza. Quiero que sean lo que son, ni más ni menos. Una
llamada de atención. Una caricia de Dios que me conmueve. Un elogio, una crítica, son dos caras de
una misma moneda. Las dos me hablan del eco que tiene mi vida en el mundo. A veces también me
duele la omisión, cuando nadie me critica, ni me ensalza por lo que hago. El silencio es ausencia de
eco. Ese silencio incómodo de la indiferencia. Esa callada respuesta del mundo que me lleva a juzgar
mis actos como indiferentes para los demás. Sé que ante las críticas no puedo defenderme. Pero
muchas veces lo hago. Busco justificaciones. Ataco otras formas diferentes de hacer las cosas.
Descalifico. Echo la culpa a otros. Me siento tan mal que ataco al que me critica. Para ser humilde el
camino más rápido son las humillaciones. Aunque es el camino más difícil. Leía el otro día:
«Resistirse a la humillación es algo natural. Retrocedemos ante las experiencias humillantes. Entonces nos
vendrá bien recordar quiénes somos nosotros realmente y quién es Dios. Si detrás de esa experiencia sólo vemos
el daño y lo desagradable del hecho, únicamente puede ser porque hemos perdido de vista la voluntad de Dios y
su providencia» 1 . Miro a Jesús acusado injustamente y me siento tan pobre, tan débil. Lo miro a Él que
no se defiende. Que no ataca con sus palabras. Simplemente calla. Yo no soy capaz de callarme. Me
gustaría aprender. Callarme y no buscar salir yo bien de una ofensa. Quedar bien. Resultar ileso.
Pienso que las críticas me ayudan a cuestionar mi forma de hacer las cosas. No todo lo que hago está
bien hecho. No todo recibe la aprobación de los hombres. ¿Por qué me obsesiono por ser aprobado
siempre, en todo y por todos? Tal vez es la misma herida de siempre. La herida de amor que llevo
grabada en el alma. Esa herida con la que nacemos todos. Lo sé. Y busco llenar el vacío de amor que
tiene el corazón herido. Lo busco. Pretendo llenarme de elogios, de halagos, de piropos. Como si al
ser admirado por muchos la pena desapareciera para siempre. Y no es así. Nunca está satisfecho el
corazón herido. Es verdad que me hacen bien los halagos. Son como un bálsamo. Pero puedo caer
con ellos en la vanidad. Quiero aceptarlos con humildad y luego darle gracias a Dios por ellos. Creo
que el elogio y la crítica tienen que ver con la verdad de mi vida. Soy digno de críticas y de elogios.
Soy susceptible de ser criticado. No debo rechazar las críticas. Pero tampoco tengo que eludir los
elogios. Ambos me construyen. Son el eco de mis obras. El que no actúa es menos criticado que el
que se expone. El que entrega su vida puede ser más cuestionado que el que la guarda. El que habla
se muestra en su verdad. El que ama se arriesga. Al que se le ve se le pueden sacar más fácilmente
1 Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
1
los defectos que al que se protege mucho. A veces por perfeccionismo guardamos lo que hacemos.
Para que no nos juzguen, para que no nos critiquen. Dejamos de entregar los bocetos de nuestra vida
esperando a tener lista la obra de arte. Y tal vez el tiempo se nos escurre entre los dedos y nunca
damos lo que tenemos, porque no es perfecto. Y es que nada de lo que hacemos es perfecto. Y por
miedo al rechazo, por miedo a la crítica, nos guardamos. Lo tengo claro. No puedo esperar ser gusto
de todos. No quiero buscar el halago y la alabanza cuando hago algo, cuando me expongo, cuando
sirvo. Esa búsqueda enfermiza y obsesiva me hace daño. Sólo puedo acoger lo que me llega. Y ser
siempre agradecido. Tanto en el elogio como en la crítica. Y esperar que las cosas me vengan de
frente. Cuando alguien se atreve a decirme algo a la cara es un regalo de Dios. Decía el P. Kentenich:
«Si soy superior debo agradecer cuando alguien me critique cara a cara. Dicho familiarmente, yo no tolero que
se me ataque por la espalda» 2 . Que me digan las cosas a la cara. Y que yo sepa ayudar a otros
diciéndoles cómo veo yo sus vidas. La sinceridad es importante. El amor a la verdad. De frente, de
cara. Una verdad dicha siempre con amor, con caridad. Sin herir. Con sensibilidad. Poniéndome en
el lugar del otro. No de cualquier manera. Todo ello me ayuda a crecer. Me ayuda a abrazar mi
verdad aunque a veces me duela en lo más hondo. Es la honestidad con mi vida tal y como es. Acojo
con alegría los ecos que despiertan mis obras. Las huellas que voy dejando en el camino. Acepto el
elogio y la crítica. Dios me habla en ellos. Dios me invita a crecer cada día.
Creo que lo mejor que uno puede decir de una persona es que es muy humana. Pero, ¿qué
significa realmente ser muy humano? Aquel que conoce el alma humana es humano. Quien conoce
la debilidad y las heridas. Quien ha palpado los sentimientos más hondos y las contradicciones del
alma. Es esa persona que vive desde lo más humano, desde el amor más hondo que brota de su
herida. Ser humano tiene que ver con ser misericordioso. Con palpar la propia debilidad y mirar a
los demás como los mira Dios. El otro día leía: «El pasado, con todos sus fallos, no estaba olvidado: seguía
ahí para recordarme la fragilidad de la naturaleza humana y la necedad de poner la confianza en uno mismo.
Ya no confiaba en mi propia guía, ya no dependía de mí mismo» 3 . Ser humano significa haber fallado y no
haberlo olvidado. Pero no para recriminarme continuamente mis errores. Sino para ser consciente de
que mi fragilidad es la llave que abre el corazón de Dios. A veces hago que los santos no sean
humanos. Los pinto perfectos, los describo como inalcanzables. Los catapulto al cielo
desprendiéndolos de la cárcel de su carne. Como si nunca hubieran experimentado la debilidad, el
error, el pecado, la caída, su propia herida. En ese intento por mostrar la belleza de una vida sin
mancha, doy por evidente que la mancha afea el alma. Y quito la mancha, la herida, el fracaso. Todo
blanco, todo puro. No entiendo muchas veces ese deseo mío de hacerlo todo bien. De obrar como
Dios obra. De no tener ninguna fragilidad. Me olvido de lo humano que soy. Y al hacerlo,
curiosamente me alejo de lo humano. Dejo de ser humano. Es verdad que lo humano en mí me hace
palpar la herida de todo hombre. En mi herida me abro a otras heridas. Comprendo, acepto, amo.
Esa herida de amor que sufro me hace más cercano con el que también sufre. Es el camino más
rápido. La persona más humana es la más verdadera. Ser humano es ser de Dios. Ser mundano es
ser del mundo. A veces somos mundanos cuando pensamos como piensa el mundo. Y no somos
capaces de mirar la vida con los ojos de Dios. Decía el P. Kentenich: «No el vivir en la perspectiva
humana, sino en la perspectiva divina. No el vivir en la confianza humana. Las seguridades y apoyos humanos
se quiebran con frecuencia» 4 . Apegarme al mundo me puede esclavizar. Quiero vivir en la perspectiva
de Dios. Confiar en lo que Dios me pide. Es lo que hizo Jesús en su vida. Nunca dejó de ser humano.
Fue el hombre más humano. Vivió en el mundo, pero no fue del mundo. El P. Kentenich fue
también un apasionado por el hombre, por lo más humano. Supo comprender el alma humana.
Supo acompañar y cuidar al hombre para que viviera en Dios. Pero confió en Dios y puso siempre
su vida en sus manos. Se abandonó como un niño. Aprendió a mirar con los ojos de Dios. En eso
consiste nuestro camino. No se trata de despreciar lo humano. Al contrario. El hombre más humano
es el hombre más de Dios. Dios me hace humano. Es el fruto de la alianza de amor con María. Ella
2 J. Kentenich, Niños ante Dios
3 Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
4 J. Kentenich, Retiro a los Padres de Schoenstatt 1966
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me lleva de la mano al corazón de Dios y al corazón de los hombres. No dejo de ser humano al ser
más de Dios. No dejo de comprender las propias miserias y las debilidades de los hombres, cuando
me adentro en el corazón de Dios. Y tocando mis miserias, no dejo de aspirar cada día a tocar los
más altos ideales. Todo comienza siempre en lo más humano. En la fragilidad del alma que sueña
con un cielo inmenso. En la debilidad del corazón que es capaz también de lo más grande. Lo
humano en mí no sólo me recuerda que soy débil. Lo humano en mí me habla de la belleza de Dios.
Me habla de mi verdad más honda. El otro día leía: «La verdad es una cosa terrible y hermosa, y por lo
tanto debe ser tratada con gran cuidado» 5 . Ante mi verdad humana se arrodilla Dios. Y entonces me
hago capaz de arrodillarme con infinito respeto ante la verdad de cada hombre. Dios me hace capaz
de amar de forma humana, con misericordia. Y ese amor humano mío, limitado y pobre, se
convierte en un pálido reflejo del amor de Dios.
Mi ser hombre es el camino de plenitud que Dios me ha marcado . No renuncio a lo humano para
estar con Dios. No renuncio a mis pasiones, a mis deseos, a mis sueños. No. No renuncio a mis raíces
en lo hondo de la tierra. Todo se lo entrego a Dios. Y Dios besa mi herida humana y mis logros
humanos. Acaricia mis caídas. Me levanta de la tierra. Me bendice en mi ser hombre porque Él
mismo tomó mi naturaleza con su impotencia y la elevó al cielo. Elevó mi carne al paraíso. Mi carne
corruptible y débil. Cuanto más humano soy, soy más de Dios. Cuanto más de Dios soy, acabo
siendo más humano, más sensible, más comprensivo, más misericordioso. Cuando pierdo de vista a
Dios, dejo de ser humano. Entonces me es indiferente el dolor de los hombres y paso por la vida sin
entregar mi amor. Esta semana celebrábamos el día de la erradicación de la pobreza. Ese día pensé
que muchas veces paso indiferente ante el dolor del hombre, ante su pobreza. En esos momentos,
encerrado en mi comodidad, no soy humano. No escucho. Dice el profeta hoy: «El Señor es un Dios
justo, que no puede ser parcial; no es parcial contra el pobre, escucha las súplicas del oprimido; no desoye los
gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su queja; sus penas consiguen su favor, y su grito alcanza las
nubes». Me gusta la imagen de ese Dios que se abaja y escucha al que sufre. Dios siempre escucha al
que sufre. Socorre al pobre. Rescata al perdido. Eleva mi pobreza. La lleva al cielo. Quiero aprender
a mirar a los hombres como los mira Jesús. «Lo que hay que hacer es introducir en la vida de todos la
compasión, una compasión parecida a la de Dios; y compartir la alegría de Dios cuando una persona perdida es
salvada y recupera su dignidad» 6 . Mirarlos en su pobreza y ayudarlos a recuperar su dignidad perdida.
Dios siempre escucha. Yo no soy tan humano muchas veces. La alianza de amor con María me
ayuda a unir lo humano y lo divino. Mi carne y mi espíritu. Mi pecado y mis sueños. Mis logros y
mis fracasos. Todo en el mar hondo de Dios en el que descanso. Quiero aprender a ser cada día más
humano sin renunciar a mi herida de hombre. Quiero aprender a abrazar el corazón herido, sin
renunciar a mi propia herida. Quiero avanzar por los caminos de la santidad, sin tapar mis errores y
caídas. Quiero ser más humano y más libre. Una persona rezaba: «Temo el rechazo y la soledad. Temo
enfrentarme a mí mismo y asustarme. Temo el vacío y el abandono. Pero sé que Tú estás siempre, Jesús, a solas
conmigo. Si no, no sé si sería capaz de enfrentar la vida. No soy muy valiente y temo fracasar en todo. Busco
certezas. Quiero ser pobre y entregarte mis renuncias. Quiero despojarme de todo. Quiero decirte que sí a lo
que sea que quieras. Dame fe para amar más». Los santos han sido las personas más humanas. Han
buscado a Dios, han tenido miedos, han sufrido. Se han asustado ante el abandono. Pero han
seguido el camino de Jesús. Han conocido la pobreza de sus vidas y han besado con el amor de Dios
tantas vidas rotas. Es el camino que Dios quiere para mí. No una santidad desencarnada, blanca,
perfecta. Más bien espera una santidad encarnada en mi vida pobre y herida. Una vida abandonada
en sus manos. Una vida en la que brilla con más fuerza el amor de Dios. En medio de mi pobreza.
Deseo unir en mí lo humano y lo divino. «Quería los placeres mundanos y la trascendencia divina, la
gloria dual de una vida humana. Quería lo que los griegos llamaban el extraordinario equilibrio entre la
bondad y la belleza» 7 . Lo frágil y lo perecedero unido al amor pleno que me trasciende. No quiero
renunciar a mi historia imperfecta. Y no dejo de acariciar los sueños de Dios en mi alma. Un hombre
me comentaba: «Estoy muy sorprendido. Cuando nos pusimos a revisar nuestra historia, mi propia historia,
5 J. Tiffany y J. Thorne , basado en una historia de J. K. Rowling, Harry Potter y el legado maldito
6 José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
7 Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama
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pensé que me iba a dejar de querer. Pero no ha sido así. Al contrario. Me quiere más en mi fragilidad, más en
mi herida. Así debe ser el amor de Dios, sin duda». Sí, así me quiere Dios. Siempre me quiere en mi
herida. Más cuando le dejo ver mi herida. Más cuando me postro humillado. Es el amor más
humano. Es el amor más divino. Así quiero amar yo siempre. ¡Qué difícil amar al que no es perfecto!
Me gusta lo perfecto, lo bien hecho. Admiro al que cumple, al que logra éxitos. Me cuesta el fracaso
y el pecado. La herida y el dolor. La pobreza y la humillación. Todavía mi mirada es tan del mundo.
Sé que mi pecado, cuando no me vuelvo hacia Dios, me acaba deshumanizando. Me aleja de Dios.
Al mismo tiempo, mi herida reconocida me humaniza y me acerca a Dios. En la sombra de Dios soy
más hombre, más humano, sin miedo a mostrarme como soy. En la sombra de Dios soy más suyo,
más niño, más divino, más del Espíritu. Es el camino de la santidad que recorro.
Este fin de semana celebramos el día del Domund . Es la jornada mundial de las misiones, con el
lema: «Sal de tu tierra» . El video promocional muestra a un sacerdote que deja su tierra para socorrer
al que más necesita en otras tierras. Sabe que Dios lo ha creado para cambiar él con su vida el
mundo que le rodea. Eso es lo más verdadero en mi vida. Lo que yo no haga, se quedará sin hacer.
Por eso necesito salir de mi tierra, de mi comodidad, de mi vida aburguesada, para ir al encuentro
del que sufre. Es el anhelo más hondo del corazón humano: La solidaridad. Cuando el alma está
sana busca ayudar, desea la solidaridad, quiere el bien de los otros. Cuando el alma está enferma
gira en torno al propio bien y desprecia a los hombres y a Dios. Hiere, busca el mal. ¡Cuántas almas
enfermas hay a nuestro alrededor! ¡Cuánto mal, cuánto dolor! Quisiera acabar con el dolor del que
sufre, del que no tiene lo necesario para la vida, del marginado, del herido, del que está lleno de
odio. Quisiera que hubiera más justicia en el mundo, más paz, más bondad. Hay muchas personas
marginadas. Hay mucho odio, mucho rencor. Muchas personas que lo han perdido todo y no tienen
hogar ni medios. Vivimos en un mundo de contradicciones, de contrastes. El hombre sufre. ¿Qué
puedo hacer yo para cambiar esta realidad que me rodea? Dios me necesita a mí como su
instrumento. La misión del cristiano consiste en acercarse al que sufre, al pobre, al marginado. Es la
misión más importante, amar, hacer el bien. Hoy todos rezamos por las misiones. Aportamos a las
misiones. Nos comprometemos con el sufrimiento del prójimo. Y además, todos tomamos conciencia
de nuestro ser misionero. No hay cristiano que no sea misionero. Todos, al recibir a Jesús en
nuestras vidas, nos convertimos en sus enviados. Por la alianza de amor con María nos convertimos
en instrumentos de Dios. María me necesita. ¿Cuál es mi misión? Cada uno tiene un camino
personal. Lo que yo puedo hacer no lo puede hacer otro por mí. Dios me ha colocado en una tierra,
me ha dado unos talentos, me ha abierto un horizonte ante mis ojos. ¿Qué hago con todo lo que me
ha dado? ¿Cómo respondo a su llamada? ¿Sé para qué estoy aquí? Me encuentro con tantas personas
que no conocen su misión. O desprecian lo que les toca vivir. Y quieren algo mejor, algo más grande.
Desean otras vidas, otra misión, otro lugar. Dios me invita a besar mi misión, la mía, la que me ha
regalado. Para tener clara mi misión tengo que tener una relación sana con Dios. Muchas veces no es
así. Decía el P. Kentenich: « ¿Hay hombres que se enferman a causa de lo sobrenatural? Lamentablemente sí.
Pero cuanto más cristiano sea, más razonable me vuelvo. Esta es la misión que tenemos nosotros: procurar
vivir en forma ejemplar una piedad totalmente sana. Si imprimimos a nuestra ascética un cuño sano,
tendremos en sí el medio más excelente para alcanzar la salud síquica y corporal» 8 . Mi misión es transmitir a
un Dios cercano. A un Dios que se abaja para salvarme. A un Dios enamorado de lo humano. Mi
misión es transmitir una forma sana de vincularme con Él y con los hombres. Es la misión más
importante. Enseñar a vivir una relación sana con Dios. Vivir una relación sana con los hombres. Tal
vez no podré ir de misiones a un lugar necesitado. Tal vez mi misión es aquí con los míos y consiste
en entregarles una forma sana de amar, de dar la vida. Tal vez tengo que aprender a besar mi misión
concreta. La que sucede en lo cotidiano de mi vida. Esa misión con la que salvo el mundo. Esa
misión con la que aporto una forma nueva de amar desde lo más humano.
Hoy el evangelio me habla de dos hombres que van a orar. En ellos hay representadas dos formas
de amar, de darse, de orar, de estar con Dios. Los dos se ponen en camino. Se acercan a Dios. Miro a
8 J. Kentenich, Textos pedagógicos
4
esos dos hombres que suben al templo para estar con Dios. Jesús mira el corazón de cada persona.
No se fija en las apariencias, en lo que se ve, en lo que parece ser. Mira más hondo. Mira la verdad
de cada uno. La verdad escondida. Estos dos hombres quieren ser sinceros ante Dios. Pero no
siempre somos sinceros cuando rezamos. Nos engañamos a veces. Pretendemos quedar bien incluso
ante Dios. El fariseo oraba muy cerca de Dios: «El fariseo, erguido, oraba así en su interior: - ¡Oh Dios!, te
doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos
veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo». Reza erguido, orgulloso, seguro de sí mismo y
de su salvación. El fariseo cumple todo lo que Dios le pide. Hace todo lo que corresponde a su
estado. No roba, no es injusto, no es adúltero, no miente. No hace ningún mal, no es egoísta.
Describe con claridad todo lo que hace bien y resalta todo el mal que evita. Y está agradecido por ser
tan honesto. Es un hombre aparentemente perfecto, pero tiene el corazón sellado. Sólo le habla a
Dios de sus logros, de sus conquistas, pero no le abre su corazón. Se compara con otros hombres
pecadores. Se pone delante. Piensa que tiene derecho a los primeros puestos. Piensa que está ahí
ante Dios porque se lo merece, porque vive con justicia. No conoce la misericordia y en su oración,
en ningún momento le pide a Dios nada, porque no necesita nada. Piensa que tiene derecho al
agradecimiento de Dios. Piensa que Dios se lo debe todo a él. No necesita la compasión. Sólo espera
el premio por una vida digna. No hay lugar para que Dios entre en él. Nada ha cambiado después
de su oración. Ha llegado solo y se va solo. Se va erguido, orgulloso, con su cartilla perfecta, pero sin
posibilidad de que Dios haya tocado su corazón. No le habla de sus miedos, de sus preguntas, de
sus dudas, de lo más suyo. Tal vez lo desconoce. No se conoce en lo más hondo. Sólo le habla de lo
superficial, de lo que hace bien. Y no deja que Dios lo cambie por dentro. Su corazón no está roto,
está duro. Veo al fariseo y me siento tan identificado con él. Muchas veces me veo reflejado en sus
palabras. Cumplo. Llego al mínimo. Incluso hago algo más. Doy más de lo necesario. Respondo.
Actúo. No me guardo. Pero luego voy por la vida engreído, erguido, lleno de vanidad, seguro de mí
mismo. ¡Me es tan fácil caer en la soberbia cuando cumplo! Llego al mínimo y más todavía. Logro lo
máximo y me siento orgulloso. ¡Cómo no me voy a sentir orgulloso con el trabajo bien hecho! Es
sano ese orgullo del que hace las cosas bien. Lo contrario sería una falsa modestia que me envenena.
Si uno canta bien, es bueno agradecer con orgullo por el don recibido. Cuando respondemos a los
que nos piden y lo hacemos con nota, también está bien. Realizar nuestra misión nos tiene que llenar
de un sano orgullo. Como dice S. Pablo: «He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he
mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel
día; y no sólo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida». No es malo en sí mismo el orgullo por el
trabajo bien hecho. Al contrario. Me da fuerzas para seguir luchando, para seguir siendo generoso
con mi vida. Me hace mirar con gratitud a Dios por todo lo que me regala. Por los talentos que ha
puesto en mis manos. Por la fuerza que me da para luchar y ser fiel. Sé que cumplir es un bien.
Porque cuando cumplo me hago un bien a mí mismo y hago un bien a los otros. Mi trabajo bien
hecho es un bien para el mundo. El problema es cuando mi orgullo y mi vanidad me hacen sentir
mejor que otros. Me cierran. Me alejan de Dios. Entonces ocupo los primeros puestos, espero
alabanzas y elogios. Critico y condeno al que no lo hace bien, al que no trabaja, al que no cumple. Y
deseo que todos respeten mi vida por todo lo que hago. Busco el aplauso. Desprecio al que no
cumple. Hoy Jesús les habla a «algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y
despreciaban a los demás». Cuando desprecio a los demás, justo ahí se encuentra mi pecado. Cuando
me río del que no hace, del que no cumple, del que no es perfecto, mirándolo con desdén, me cierro
en mi vanidad. En mi orgullo está mi perdición, mi pecado.
El otro hombre, el publicano, reza desde lejos, en el último lugar del templo : «El publicano, en
cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: - ¡Oh
Dios!, ten compasión de este pecador. Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que
se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido». ¿Por qué dice Jesús que uno salió
justificado y el otro no? ¡Cuántas veces creo que Dios me quiere si cumplo todo y se lo presento todo
bien hecho! Le entrego mis deberes y Dios me justifica. Le hablo de mis propósitos cumplidos y
sonríe. ¡Cuántas otras veces me alejo porque siento que soy un desastre y lo hago todo mal! Y me
creo, entonces, que Dios no me va a mirar, no me va a amar, ni me va a acoger. Hoy Jesús me dice
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que uno sale justificado y el otro no. Y el que sale justificado es justamente el que se siente pecador.
Me cuesta entenderlo. Sé que Jesús mira el corazón, no se dedica a premiar a los que han cumplido y
castigar a los que no. Si soy honesto conmigo mismo, debo reconocer que muchas veces pienso que
Dios es como soy yo. Juzgo, acepto al que se porta bien, valoro el cumplimiento, la vida intachable,
sin mancha. Rechazo al que peca, al que no cumple, al que me defrauda. Hoy Jesús no valora más al
pecador en su pecado. Y no desprecia al que cumple en su virtud. Lo que valora es la humildad. Lo
que desprecia es el orgullo. Jesús mira el corazón roto del publicano. Y no entiende la rigidez y
cerrazón del fariseo. Le duele el orgullo del que ha cumplido porque no le busca con humildad. El
publicano se sienta atrás, no levanta los ojos y muestra su herida, su grieta en el alma. Se humilla, se
siente indigno. Y lo más importante, pide compasión. Se sabe necesitado, implora piedad, amor, un
abrazo, para empezar de nuevo a luchar, para volver a creer. Sólo uno de los dos hombres necesita a
Dios. Sólo uno de los dos hombres no puede salir del templo sin que Dios lo haya escuchado. Sólo
uno de los dos hombres golpea el corazón de Dios con su miedo, con su soledad, con su pobreza.
«Ten compasión de mí» , suplica el publicano. Su corazón herido está preparado para que Dios entre, lo
acoja, le bendiga y se quede con él. Es humilde. «El humilde comprende que por sus fuerzas, nada puede.
Que sin Dios no somos nada. El que es humilde agrada a Dios. Esta es una virtud que descubrí en los santos.
Se abandonaban en la voluntad del Padre. Y todo les parecía bien» 9 . El publicano se siente débil, sabe que
sólo no puede. Entonces su corazón escucha que Dios lo esperaba desde hacía mucho tiempo.
Entiende que Dios cada tarde salía a buscarlo. Descubre que tiene un lugar en su casa y que es una
fiesta su llegada. Sólo el hombre herido puede dejarse curar por Dios, abrazar por Él, acariciar con
ternura. Sólo el hombre roto tiene un resquicio para que Dios entre y lo invada todo. Ese hombre,
publicano, pecador público, ese que engañaba a otros para lucrarse y vivir bien, muestra su verdad,
reconoce lo que es. Ante esa confesión Dios no puede resistirse. Como leía hace poco: «El hombre
humilde, por muchas veces que caiga, arregla las cuentas con Dios y vuelve a empezar, porque su humildad le
revela su total dependencia de Él. Se culpa a sí mismo de los desórdenes de su vida, de sus fracasos y sus faltas,
y lucha por volver a encontrar el sentido de la entrega a la voluntad de Dios» 10 . Ese hombre no tiene
derechos, no tiene nada, está vacío. Sólo tiene dinero. Sólo vive bien a costa de otros. Pero se
arrepiente y eso lo cambia todo. Se queda sin nada y entonces puede recibirlo todo. Sólo el hombre
herido vuelve con Dios dentro. Sólo el hombre que pidió compasión la recibe. Sólo el hombre pobre
necesita el amor incondicional de Dios y se encuentra con su abrazo. Dios mira con predilección al
hombre que se muestra tal y como es y comparte con Él su vida. Abraza al que lo necesita para
cambiar, para caminar, para empezar de nuevo. ¡Cuánta paz sentiría ese publicano en su oración al
sentirse amado, escuchado, acogido! Pienso en Mateo el publicano, que cambió su vida por una
mirada de Jesús. En Zaqueo, que al recibir a Jesús en su casa repartió parte de sus bienes. El amor
incondicional de Dios nos sana y nos hace creer en lo que podemos llegar a ser. Descubrimos que
siempre hay una nueva oportunidad. Ante nuestra pobreza reconocida, Dios no puede resistirse.
Decía el P. Kentenich: «La bondad paternal de Dios no podía oponer resistencia a la debilidad reconocida y
aceptada de sus hijos» 11 . Cuando oro, ¿me muestro como soy ante Dios o sólo le hablo de lo que hago
bien y me quejo de lo que no hacen los otros? ¿Me rompo ante el Señor? ¿Le pido que me abra el
corazón como a ese publicano? Quiero mostrarle a Dios mi pobreza, mi herida, mi necesidad.
Quiero decirle que lo necesito para caminar, para amar. Y que sin Él nada puedo. Quiero pedirle que
me regale su compasión. Creo que a veces en la oración no soy sincero. No me rompo. Y también me
cuesta romperme en la confesión, reconocer mi pobreza, mostrarme herido ante un hombre, ante
Dios. Me cuesta incluso ver mis pecados. Me justifico. Veo más lo que hago bien. Pero sé que Jesús
sólo se conmueve ante mi corazón roto. No puede entrar en mí si no tengo fisuras, si mi orgullo me
vuelve duro y rígido. Hoy quiero decirle a Jesús una y mil veces: «Ten compasión de este pecador» . Esa
oración es la que me salva. Esa mirada humilde es la que me lleva de verdad hasta el corazón de
Dios. Sólo cuando me reconozco necesitado es cuando Dios puede actuar en mí.
9 Claudio de Castro, El poder de la alegría
10 Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
11 J. Kentenich, Niños ante Dios
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