30ª semana del tiempo ordinario. Jueves: Lc 13, 31-35
Comienza hoy el evangelio con una acción que parece buena por parte de algunos
fariseos: Se acercan a Jesús para advertirle que Herodes le busca para matarle. A
diferencia del evangelio de Mateo, que parece que busca todo lo que Jesús dijo contra
los fariseos, porque le interesaba ya que escribía para los judíos, el evangelio de Lucas
dice algunas cosas buenas como ésta. Seguramente que estos fariseos estaban más
enterados de lo que pasaba por las altas esferas que la gente del pueblo. Ellos sabían
que Herodes, aunque estaba mal informado, temía que Jesús, al ir a Jerusalén, se
proclamara rey y por lo tanto contrario suyo.
Jesús está haciendo su último viaje a Jerusalén. Sabe que es la voluntad de su
Padre y va “de prisa, decidido”, como lo anotan otros evangelistas: Va delante de sus
discípulos. Ahora esa valentía y decisión lo muestra en la respuesta que da a aquellos
fariseos. “Decid a ese zorro...” A veces nos impresiona esa expresión en labios de
Jesús. Debemos entender un poco lo que eso significaba en aquella lengua y cultura.
Ciertamente que era algo despectivo hacia Herodes; pero era una expresión simbólica,
como solían hablar entonces, para significar “una poca cosa”. El zorro era un animal
que en aquella cultura contraponían al león, que era el símbolo de valentía y de poder.
Por lo tanto el zorro era el signo de algo que no valía. Por eso hay muchas
traducciones que esa expresi￳n la traducen: “Digan a ese Don Nadie” o a ese “ser
insignificante”. Con ello quería expresar Jesús que no le temía a Herodes, que El
seguía con su plan de ir a Jerusalén, porque El, como profeta, estaba dispuesto a
entregar su vida en aquella ciudad tan querida para su pueblo.
Jesús es consciente de lo que tiene que hacer por amor a su Padre y por amor a la
humanidad. Y por lo tanto no le importan las amenazas de Herodes ni el aparente buen
deseo de aquellos que quieren salvarle la vida. El busca cumplir la voluntad de Dios,
porque sabe que Dios, su Padre, sólo puede querer el bien. Esta es la exclamación que
hoy hace san Pablo en la primera lectura, cuando se siente persuadido de esa gran
verdad: “Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?” Y comienza a recordar
una lista de cosas aparentemente malas que le han sucedido, terminando: “Nada, ni la
muerte, nos puede apartar del amor de Dios”. Este es un momento para meditar que
nada está por encima de Dios y nada sucede, sin que El lo vaya organizando. Y si Dios
lo hace, necesariamente tiene que ser un bien para nosotros.
Aquellos fariseos le habían advertido a Jesús sobre un peligro material; pero ahora
Jesús les advierte sobre un desastre espiritual. Aquella ciudad de Jerusalén, tan
querida para el pueblo de Israel, se había constituido como capital centralista del culto
a Dios, excluyendo de alguna manera a todos los demás pueblos de la tierra. Se creían
los únicos dignos de dar culto a Dios, habiendo centrado ese culto en lo externo,
mientras el corazón de aquellos adoradores estaba lejos. Por eso Jesús comienza su
lamento sobre aquella ciudad, al mismo tiempo que expone su gran amor.
“Jerusalén, Jerusalén”. Cuando se repite el nombre es porque algo importante va a
decir. Se dirige principalmente a los dirigentes de aquel pueblo, que no sólo no han
respondido a las llamadas de Dios a través de los profetas, sino que han matado a
varios con muerte ignominiosa. Sin embargo Dios les ama. Y muestra ese amor por
medio de un ejemplo maternal, como en algunas otras ocasiones de la Biblia,
mostrando el amor celoso de la gallina (otras veces era el águila que protege al pueblo
con sus alas). Este ejemplo nos sirve a nosotros. Cada uno puede pensar en su propia
vida y en las gracias que ha recibido de Dios. Dios nos ama más que una madre a sus
hijos. Y como nos miramos a nosotros, podemos mirar nuestros pueblos y ciudades.
Que sepamos reconocer las gracias de Dios. Que en todos los momentos, alegres y no
alegres, podamos decir: “Bendito el que viene en nombre del Se￱or”.