DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO (C)
Homilía del P. Joan M. Mayol, rector del Santuario de Santa María de Montserrat
23 de octubre de 2016
Sir 35, 12-14; 2 Tm 4, 6-8. 16:18; Lc 18, 9-14
La verdadera grandeza del hombre está en reconocerse miserable, necesitado de misericordia. Un
árbol no se reconoce . Estas palabras de Pascal vienen como anillo al dedo por el tema en el cual
hoy se centra el mensaje del evangelio. Dios ha creado al hombre para que sea grande no
hinchado.
Dos hombres subiremos al templo a orar, a buscar a Dios, pero sólo uno lo encontró
auténticamente. ¿Queréis saber por qué el publicano encontró a Dios y el fariseo no? Porque el
publicano se humilló, se abajó, y abajándose encontró a Dios porque Dios es humilde. Arrodillarse
ante Dios, después de la obra de la Redención de Jesucristo, no es un gesto de sumisión de
esclavo sino de proximidad con aquel que es el Humilde por excelencia y que nos atrae a la
humildad para que participemos de su grandeza capaz de redimir el orgullo de este mundo que
llevamos pegado en las entrañas. El amor de Dios siempre nos desconcierta.
El problema que tenemos con Dios es que al reconocerlo todopoderoso y eterno, y lo es, tenemos
el peligro de hacerlo a la manera pagana, como si fuera un poderoso de este mundo. Y Dios, lo ha
demostrado en Jesús, es todopoderoso porque es amor. Su omnipotencia no está sujeta al orgullo
ni a la ira sino unida al amor. Dios no hace como nosotros que decimos perdonamos pero no
olvidemos, precisamente perdona porque no se olvida, pero delo que no se olvida es de que nos
ama bien libremente y por eso no quiere dejar de compadecerse y de reconciliarnos consigo mismo
por Jesús y con el don del Espíritu Santo.
El publicano es culpable, no se puede negar, su vida deja mucho que desear, pero las palabras
humildes de este pecador apuntan a la conversión. El imperativo que utiliza, "ιλασθητι", no equivale
sólo a un "ten compasión de mí", ya que este verbo hace más énfasis en el restablecimiento de una
relación de gracia que en la compasión ordinaria, más bien apunta a un hacerse propicio para
expiar el pecado, a un deseoso y confiado: "reconciliarse con Él".
El fariseo no es justo, aunque él lo crea, porque desprecia los pequeños, los pecadores que
también son hermanos suyos, y despreciar, ignorar, o apartarse del hermano es también
despreciar, ignorar y apartarse de Dios. Da gracias a Dios que es el creador despreciando las otras
criaturas que no hacen como él, sin darse cuenta de que, teniendo por nada a los otros, desprecia
la obra de Dios.
La parábola iba dirigida, cuando Jesús la pronunció, a los fariseos pero hoy no, ahora va dirigida a
los que estamos aquí y tenemos, como todos, el peligro del orgullo sutil de guante blanco de
creernos superiores a los demás interiormente. La parábola nos amonesta cada vez que caemos
cómodamente en la tentación absurda de compararnos a los demás con aires de superioridad. La
parábola nos absuelve cada vez que con corazón humilde rogamos sintiendo los otros como parte
de nuestra vida toda ella puesta bajo la misericordia del amor de Dios.
El que se exalta, se encontrará solo en su autosuficiencia para que el trofeo del orgullo es el
infierno de la soledad. El que se humilla, encuentra a Dios porque Dios es humilde, y con él
empieza a vivir el cielo donde hacen sus primeros pasos todos los hombres y mujeres de buena
voluntad.
San Pablo, en el fragmento de la carta que hemos leído hoy, nos da un ejemplo de agradecimiento
humilde y de oración de intercesión. Su vida está llena de Cristo y no hay espacio para el orgullo o
el rencor. Por eso sabe reconocer en sí mismo la obra de Dios, y eso no se hincha de orgullo sino
que lo llena de humildad y lo hace capaz de orar por los hermanos ni que algunas actitudes de
ellos le hagan daño.
No nos desanimemos porque la Palabra de Dios a veces nos acuse descaradamente. Quiere
suscitar el deseo de la sabiduría verdadera que es el camino de la humildad. La humildad, para el
cristiano, es un impulso parecido al del trampolín para el nadador: sabe que cuanto más baja sobre
la madera su salto será más alto y su zambullida más profunda; el orgullo en cambio es todo lo
contrario, es el impulso del impaciente que se lanza a la piscina a ras de suelo, hace un gran
estruendo pero no llega al fondo.
La humildad atrae la misericordia, está pero no es un premio sino una vocación, una misión: "ser
misericordiosos como el Padre del cielo lo es constantemente con nosotros" porque tal como hoy
nos recuerda el día del Domund: tenemos que salir de nuestra tierra, salir de nuestra comodidad
para ser mejores testigos del amor misericordioso de Cristo en las periferias urbanas y espirituales
que están a nuestro alcance. No podemos dejar de ayudar a los misioneros que llegan más lejos
que nosotros con el riesgo de sus vidas, que anuncian el evangelio en las periferias de la violencia
y de la muerte que siguen creciendo en el mundo.
Sólo la misericordia de Dios puede salvar de la miseria la dignidad del hombre pisoteada por
doquier en nuestros días. La misericordia hecha carne. Cristo Jesús que se hizo humilde para que
nosotros pudiéramos llegar a ser grandes de verdad. Pero realmente, como decía el premio
Carlomagno de 1980, Frederik Van de Meer, resulta todavía increíble: Dios se ha humillado, y el
hombre aún es orgulloso!