31ª semana del tiempo ordinario. Lunes: Lc 14, 12-14
Jesús estaba invitado para comer un sábado, día de fiesta, en casa de un fariseo
rico. En varias ocasiones nos narran los evangelios situaciones parecidas. Ello debía
ser porque, aunque algunas veces nos cuentan palabras terribles de Jesús contra ellos,
normalmente les trataría con mucha bondad y cortesía. Ellos sabían que su charla era
amena y provechosa y se sentían halagados invitándole, por ser Jesús muy famoso.
Jesús aceptaba porque era la ocasión para dar a los fariseos y a sus discípulos
alguna enseñanza interesante. Jesús aprovecha aquella comida en casa del fariseo
para dar dos consejos: uno para los invitados y otro para quien invita. El primero fue
porque Jesús se dio cuenta de que los invitados querían estar entre los puestos
principales. Y les dice que es mejor buscar el último puesto por una verdadera
humildad, huyendo de las alabanzas, porque toda alabanza debe ser para Dios.
La parte del evangelio de este día nos presenta el segundo consejo de Jesús
dirigido a quien le invitó, consejo que va dirigido también a otros potenciales
invitadores. La verdad es que este consejo, mirado con mentalidad mundana, parece
una locura. Resulta, dice Jesús, que es mucho más productivo para nuestra salvación
invitar no a los familiares y amigos, sino a los pobres y enfermos.
A veces encontramos a ricos que, para quedar bien en algún ambiente, organizan
comidas para los pobres. Pero eso no es exactamente lo que Jesús está diciendo. Se
trata de tener una actitud de servicio hacia todos, en especial para los más necesitados
y para aquellos que no nos lo van a recompensar. Y termina Jesús con una
bienaventuranza: “Dichoso, si cuando convidas a alguien, no te lo pueden
recompensar”, porque, si lo haces con amor, la recompensa será grande en el cielo.
Todo ello sigue a la ley de la caridad y también de la sinceridad. Una de las cosas
que más molestaban a Jesús era la hipocresía: el querer aparentar lo que no es.
Muchas veces hasta en la parte humana, cuando uno quiere subir más arriba, sin tener
los méritos suficientes, se cae en el ridículo como el de aquel abogado que al
comenzar, creyendo que llegaba un cliente, comienza a hablar cosas grandiosas por el
teléfono, y resulta que el “cliente” era quien le iba a instalar la línea telefónica.
Así pasa muchas veces en las invitaciones para un acto social. Se pretende invitar a
gente grande para creerse uno más grande de lo que es.
Se trata de un principio de recompensa: Cuando hacemos algo, es bueno esperar
una recompensa. Pero ¿esa recompensa la queremos para un pequeño tiempo o para
la eternidad? Por lo tanto es más productivo lo que hagamos pensando en la eternidad.
Toda invitación normalmente es una especie de comercio: doy para que me den.
Pero hay mucha diferencia según sea lo que espero a cambio. Lo que Jesús
desaconseja, porque vale muy poco, es la invitación esperando compensaciones
materiales: invitaciones del invitado o buscar aumento en el poder o en la estima u
otros aplausos mundanos.
Lo normal es que la invitación busque aumento de amor y cariño. Pero por encima
de esa recompensa, que parece muy digna, es cuando la recompensa es sobrenatural.
Si yo invito a un pobre, porque éste es hijo de Dios, debo estar tranquilo pues el padre
de ese pobre, que también es padre mío, me lo recompensará.
Y la recompensa de Dios no es cualquier cosa. Las recompensas humanas,
terrenas, duran un poco de tiempo. La recompensa de Dios es para toda la eternidad.
Por lo tanto el que invita a otro por amor de Dios, invita sin esperar nada; pero en
definitiva tendrá una inmensa recompensa.
Estas son las matemáticas de Dios, que son muy diferentes de las nuestras. Lo
mismo que los planes de Dios superan inmensamente nuestros planes. Sabiéndolo,
¡Qué feliz y esperanzadora resulta la vida!