2 de Noviembre. Día de difuntos: Jn 14, 1-6 (u otros)
Ayer honrábamos a los difuntos que ya están gozando con Dios en el cielo y que
por eso les llamamos santos. Hoy la Iglesia nos recuerda a todos aquellos difuntos, que
aún no pueden gozar con Dios, porque deben purificarse; pero a los cuales nosotros
podemos ayudar con los méritos espirituales.
Hablar de los difuntos es hablar primeramente del hecho de la muerte. La verdad es
que todos estamos ciertos de que algún día tenemos que morir. A muchos este
pensamiento les causa terror y prefieren no pensar en ello. Nosotros, como cristianos,
sabemos que la muerte no es el final, sino un paso a una vida mejor. “La vida no
termina, sino que se transforma”, se nos dice en el prefacio de la misa de difuntos. No
se trata de un fácil consuelo para tranquilizarnos, sino de una gran verdad, que nos
debe llenar de mucha paz y esperanza. A los santos el pensamiento de la muerte les
llenaba de gozo y alegría, porque es el encuentro con nuestro Padre Dios. San
Francisco de Asís la llamaba la “hermana muerte” y deseaba que llegara pronto. San
Pablo nos dice que es ganancia el morir. Santa Teresa decía: “tan alta vida espero que
muero porque no muero”. Para ellos el morir es el entrar en la Luz y en la Paz.
No suele ser ese nuestro anhelo, porque desgraciadamente estamos envueltos en
muchas miserias espirituales. El que está envuelto en pecados tiene motivos para
temer la muerte, porque después de la muerte está el juicio. Entonces la solución es
fácil, aunque para ello se necesite energía y gracia de Dios: Hay que salir del pecado.
Pero no nos tenemos que contentar con no tener pecado grave, porque sería como
andar en la cuerda floja con gran peligro de caer. Por eso debemos aumentar la gracia,
llenarnos del amor a Dios y hacer muchos actos de virtud, sobre todo de caridad.
Hoy nos invita la Iglesia a hacer muchos actos de virtud y adquirir méritos
espirituales, no sólo para nosotros, sino pensando en los difuntos que los necesitan.
Después de la muerte viene el juicio y el encuentro con Dios. Habrá personas para las
cuales ese encuentro sea el comienzo de una felicidad sin fin. Pero la mayoría de
nosotros, aunque no estemos muy apartados de Dios, nos encontraremos demasiado
sucios por tantos pecadillos sin arrepentir y por tantas acciones religiosas hechas con
muy poco amor a Dios. Por eso deberemos purificarnos. Es algo que querremos hacer
con todo nuestro corazón para poderle mirar a Dios con toda limpieza y amor.
Pero Dios es tan bueno que permite que nuestros méritos espirituales sirvan a los
difuntos para que puedan antes entrar en la gloria eterna. Por eso la Iglesia en este día
nos lo recuerda de una manera especial y nos presenta el modo de poder ganar
méritos con las oraciones y sacrificios y especialmente con la participación en la Santa
Misa. Esta es nuestra fe, que proviene de los tiempos más antiguos, cuando los
cristianos ponían en sus primeras tumbas: “Ruega por mi”.
En la muerte lo importante no es ella en sí, sino lo que trae, que es otra vida.
Vivamos en la gracia de Dios y nuestra esperanza será llena de felicidad, como se nos
dice en el Apocalipsis de aquellos que siguen al Cordero, símbolo de Jesucristo: “Ya no
tendrán hambre, ni tendrán ya sed, ni caerá sobre ellos el sol ni ardor alguno, porque el
Cordero...los apacentará..., pues Dios enjugará toda lágrima de sus ojos”.
Lo bueno de estos méritos que ofrecemos para los difuntos es que les aprovecha a
ellos sin que se nos quiten a nosotros. Para los difuntos ya se les ha terminado el
tiempo de poder merecer, que para eso es esta vida mortal. Por eso nada más esperan
nuestras súplicas y méritos, que luego ellos mismos nos agradecerán y devolverán
cuando estén en el cielo gozando para siempre en la compañía de Dios Padre, Hijo y
Espíritu Santo. Jesús dijo: “Yo soy la resurrección y la vida”. Nos quiere decir hoy que
su última palabra no es de muerte sino de vida y vida eterna. Allí hay sitio para todos,
como nos dice hoy Jesús en el evangelio.