32ª semana del tiempo ordinario. Domingo C: Lc 20, 27-38
Estamos en Noviembre, mes de los difuntos y final del año litúrgico. Hoy nos habla
la Iglesia sobre la otra vida. Los saduceos eran personas que vivían muy bien en lo
material y no creían en la resurrección. Le proponen a Jesús una historia grotesca,
pero posible. Para los israelitas era una desgracia muy grande el morir sin dejar algún
descendiente que llevase su nombre. Solía ser a modo de apellido, al nombrarse “hijo
de...” Por eso había una ley, dada en el Levítico, que una viuda sin hijos debía casarse
con el cuñado para perpetuar el nombre del difunto. Los saduceos, queriendo dejar mal
a Jesús, le proponen el caso ridículo de siete hermanos que van muriendo sin
descendencia. “La mujer, le dicen, en la otra vida ¿de quién será?” Jesús no se enfada,
pero aprovecha la pregunta para decir que la Sagrada Escritura testifica que para Dios
Abrahám y otros patriarcas están vivos, porque para Dios no sólo vivimos los que
estamos en la tierra, sino también los que han terminado esta vida mortal.
La resurrección es una realidad, pues debemos razonar que Dios nos tiene que
haber destinado para otra vida superior. Y por ello tiene sentido esta vida mortal. Hay
personas que no ven sentido a esta vida y acaban suicidándose o matando. Para
nosotros hay una solución cuando lo sabemos ver con los ojos de la fe.
Para los saduceos la palabra “resurrección”, como para algunos de nosotros, se les
hacía imposible porque pensaban en una resurrección al estilo de lo que hizo Jesús
con Lázaro, como si la vida futura fuese igual que la de aquí. En la otra vida habrá
continuidad , ya que seremos los mismos que aquí sentimos y pensamos; pero no será
igual la vida. Jesús nos dice que seremos “como los ángeles”. Es decir, que nuestra
vida no estará sujeta a las limitaciones que aquí tenemos, pues allí no se trabaja, no se
sufre ni se come ni se procrea ni se muere. A veces hablamos del cielo en forma
imaginativa, como para niños, pero cada vez debemos llegar al concepto más espiritual
de nuestra vida eterna. Por eso más que resurrección, que nos hace pensar en una
vida parecida a la presente, deberíamos decir: exaltación, glorificación. Allí no tendrán
valor cosas que aquí nos pueden separar como diferencia de sexos, dignidades,
dinero, poder material, sino otros valores más de Dios como el amor, la alegría, la paz.
La fe en la otra vida es lo único que puede dar sentido humano a la historia y al
progreso. Y es la solución a la verdad de un Dios absoluto, creador y que es
esencialmente bueno. Dios, que es vida y alegría, ha sembrado en nosotros semillas
de una esperanza de eterna felicidad. Para el creyente, el tesoro más precioso no es la
vida que se tiene, sino la que se espera. Si, como es verdad que aquí hay muchas
cosas muy hermosas y que debemos trabajar para que todo progrese y para que todos
se sientan más felices, entonces: ¡Cómo será aquella vida que Dios nos tiene
preparada para que seamos de verdad felices!
Si creemos en la otra vida, en la resurrección, lo debemos testificar con las obras de
la fe: la generosidad del cristiano, su sentido de responsabilidad profesional, su espíritu
de servicio, su disponibilidad para el bien, su espíritu de justicia, su sencillez, humildad,
alegría y comprensión. Todo esto es lo que nos hace creíbles ante los demás, de que
en verdad creemos y esperamos en algo que vale la pena.
El creer, como los saduceos, que la muerte es el fin total de la vida, sería como dar
un paso atrás; esta nuestra vida sería un absurdo. Jesús nos enseña que morir es el
acto supremo de la vida, es pasar de esta vida a la otra. Existe la alianza con Dios y Él
no permitirá que el ser humano, ligado a Él en su vida y en su historia, se hunda en la
nada. La resurrección del mismo Jesucristo es un anticipo de nuestra resurrección o
nuestra exaltación, como luego lo llamó san Pablo. Para que lo entendamos un poco
decía que resucitaremos en “cuerpo espiritual”, y que iremos a la verdadera vida, a
estar con Jesús en el Paraíso.