32ª semana del tiempo litúrgico. Viernes: Lc 17, 26-37
Se va acercando el final del año litúrgico y la Iglesia nos pondrá varios días textos
evangélicos que nos ayuden a pensar en nuestro fin y en el fin de todo el mundo. No
son temas para hacernos poner tristes, aunque sí algo temerosos. Los santos
pensaban en el fin material con mucha alegría, porque era el principio de la eterna
alegría, del abrazo eterno con Dios, nuestro Padre.
También a Jesús le iba llegando el fin de su vida sobre la tierra. Parece ser que
muchas de estas advertencias sobre la vigilancia ante la venida de Dios fueron en
camino hacia Jerusalén o ya llegando, teniendo en cuenta lo terrible que fue para los
judíos la pérdida de la “ciudad santa”.
Quizá los evangelistas insisten bastante en todas estas palabras de Jesús, teniendo
en cuenta dos cosas: el impacto de la destrucción de Jerusalén y la obsesión con la
que vivían algunas primitivas comunidades por la segunda venida del Salvador. Creían
que iba a ocurrir en breve tiempo. Las palabras de Jesús tienen una repercusión más
grande o amplia, hasta el fin del mundo; pero encierran una realidad del “breve tiempo”
cuando cada uno lo aplica a su propia vida.
Dice Jesús que vendrá a visitarnos pronto. ¿Esto es terrible o esperanzador? Pues
depende de la situación de cada uno con respecto a Dios. Jesús examina dos hechos
históricos pasados y uno que está para llegar. Gran repercusión había tenido en la vida
judía y sobre todo en la predicación de muchos profetas, el hecho del diluvio. Es
posible que fuera una gran parábola, pero que encierra la gran verdad de que Dios
detesta la maldad, y que por el pecado Dios estaría dispuesto a borrar al ser humano
de la faz de la tierra. Pero Dios es bondadoso y nos da nuevas oportunidades para
poder hacer el bien.
Otro momento de perversión humana y símbolo de cómo detesta Dios el mal, fue la
destrucción de Sodoma. Son ejemplos que nos deben hacer llegar a un sincero
arrepentimiento y a un cambio de vida hacia Dios. El cambio de vida debe ser sincero y
total. No vale mirar a la vida dejada, como hizo la mujer de Lot. Toda vigilancia es un
paso adelante en el camino hacia Dios y en el trabajo para el Reino de Dios.
El tercer ejemplo no está detallado, pero se vislumbra algo terrible, como debió ser
la ruina de Jerusalén. La última frase es posible que tenga una referencia, dicen
algunos, a los cadáveres abandonados por causa del asedio a la ciudad.
Pero lo cierto de esa frase, que nos parece rara, consiste en repetir una especie de
refrán, que tenían los judíos. Referido al Juicio de Dios, era una respuesta a los que
preguntaban cuándo y cómo sucederían todas esas cosas. El juicio de Dios vendrá
donde están las personas; es decir, en todas las partes.
De aquí que la idea de vigilancia no es sólo para el mundo en general, como si
tuviéramos que estar pendientes de una venida grandiosa del Señor, sino que la
muerte de cada uno es un encuentro con Dios. Y como no sabemos cuándo será, si
pronto o tarde, siempre debemos estar vigilantes, que quiere decir sin pecado y en
amistad con el Señor.
Desgraciadamente hay mucha gente que piensa que la muerte es el final de todo.
Eso sería una injusticia y una sinrazón. Muchos piensan, por lo tanto, que en esta vida
lo mejor que podemos hacer es disfrutarla. Se dice fácil, pero muchas veces es
imposible y es injusto. Para esos dice hoy Jesús una amenaza: “todos perecerán”.
El evangelio, al describir el estado de ánimo de muchos antes del Diluvio y de la
destrucción de Sodoma, va poniendo una despreocupación de los bienes espirituales.
Es lo mismo que pasa hoy en muchos ambientes. Jesús, al estimularnos a la vigilancia,
quiere que vivamos en una presencia continua de Dios, porque, siendo Padre lleno de
bondad, nos espera con los brazos abiertos en el encuentro definitivo.