34ª semana del tiempo ordinario. Jueves: Lc 21, 20-28
Estamos en los últimos días del año litúrgico y la Iglesia nos sigue presentando
palabras del evangelio, que nos hablan del fin. Jesús habló del fin de Jerusalén y del fin
del mundo quizá en momentos diversos; pero el evangelista los pone juntos, porque en
realidad el fin de Jerusalén, además de su gran significado propio, era un símbolo del
fin de todas las cosas materiales, que son perecederas. Sobre todo del fin de los
poderes opresores, sean poderes religiosos, sociales o económicos.
Todos estos poderes se habían concentrado en Jerusalén. Los romanos lo sabían,
y por eso querían dominar totalmente Jerusalén, si querían dominar aquella nación.
San Lucas, que quizá vivió o supo de primera mano esta destrucción en el año 70,
emplea el lenguaje “apocalíptico”, lleno de símbolos. Algo muy importante, que
debemos tener en cuenta, es que Jesús no dice todo eso para atemorizarnos, sino para
darnos esperanza. Debemos quedarnos sobre todo con el final del evangelio de este
día: “Cuando suceda todo esto, cobrad ánimo y levantad vuestras cabezas, porque se
acerca vuestra liberación”. Nuestra religión no es de ruinas o de muerte, sino que
tiende a la vida. Jesús nos prepara “un cielo nuevo y una nueva tierra”, donde todo será
paz y alegría. Pero mientras tanto debemos esforzarnos en el seguimiento del bien.
Este seguimiento del bien lo podemos ver en algunos de los símbolos que nos trae
este evangelio. Se nos dice que para conseguir la salvación hay que estar expeditos o
ligeros de pie para poder huir del mal. Y al mismo tiempo Jesús se lamenta de las
mujeres que entonces estén encintas o criando. Esto es sólo un ejemplo o símbolo del
impedimento que son las ataduras mundanas o materiales. En otras ocasiones había
lanzado lamentaciones contra los “ricos”, o sea los que están atados a las riquezas,
porque les es muy difícil hacer el bien. Así la predicción de la destrucción de Jerusalén
es un rechazo a las fuerzas dominantes. Estas fuerzas o poderes sociales y
económicos estaban demasiado ligados a los poderes religiosos. Jesús buscaba la
conversión; pero cuando nos dominan los poderes materiales ¡Qué difícil es la
conversión! Por eso era necesario un cataclismo, como en realidad así ha sido en
todos los imperios materiales. Todo lo material es efímero y terminará.
Jesús no dice estas palabras por venganza. El amaba a su patria y a Jerusalén,
como lo demostró llorando por ella. Pero nos quiere prevenir a nosotros para que no
pongamos nuestra confianza y apegos en las cosas terrenas, sino que, viviendo
haciendo el bien, busquemos más las cosas de arriba despegados de lo terreno.
En el ambiente simbólico de esta parte del evangelio, la destrucción de Jerusalén
era una consecuencia de su pecado: el haber rechazado la salvación que ofrecía
Jesús. No por todos, sino por las autoridades responsables de ese pueblo. Jesús
expresa su compasión por las víctimas, pero alerta a sus discípulos para que sigan el
camino trazado por su Evangelio para que no perezcan de forma semejante. Esta
destrucción no significa un rechazo definitivo a aquel pueblo o a sus jefes, sino que es
un signo y una oportunidad de conversión. Las imágenes de catástrofes en el cielo, mar
y tierra ya las habían expresado los profetas para la caída de Babilonia.
La caída de Jerusalén marca el fin de la historia de la antigua alianza y comienza el
nuevo pueblo de Dios en que se unen judíos y gentiles. Estos deben unirse en los
mensajes y doctrina de Jesucristo simbolizado por la venida del Hijo del hombre, que
un día será triunfal, pero que debe realizarse a través de su reinado en las personas.
Ante esta venida el incrédulo tendrá pánico, pero el creyente tendrá gozo, porque se
acerca la liberación. Caerán los poderes dominantes, pero los pobres y seguidores de
Cristo no tienen por qué temer, porque Él no viene a condenar, sino a salvar a todo
aquel que le siga en el bien y la verdad. Este es el espíritu de esperanza que la Iglesia
ya nos propone y seguirá proponiendo en el tiempo de Adviento.