SOLEMNIDAD DE CRISTO REY (C)
Homilía del P. Antoni Pou, monje de Montserrat
20 de noviembre de 2016
2Sam 5,1-3 / Col 1,12-20 / Lc 23,35-43
La fiesta de Cristo Rey, puede provocar aún cierta alergia a algunas personas. Esta es
una fiesta reciente que instituyó el Papa Pío XI en 1925 en un contexto de
confrontación, de reafirmación de la Iglesia frente a los estados laicos y totalitarios que
querían arrebatar a la Iglesia poder y privilegios temporales; y desgraciadamente
también la imagen de Cristo Rey a lo largo de la historia ha sido utilizada como
propaganda política, a veces de manera desafortunada.
Con la reforma del Concilio Vaticano II, en cambio, se dio a esta fiesta un carácter más
religioso. Pablo VI la llamó "Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del
Universo", dándole un carácter más cosmológico, puso el acento en la realeza
espiritual de Jesús al final de los tiempos, para que no se confunda con una voluntad
de la Iglesia de dominar la sociedad y las conciencias. Como nos dice la carta a los
Colosenses "en él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e
invisibles. Tronos y Dominaciones, Principados y Potestades": todo fue creado por
amor y se encamina hacia el amor, del que Jesucristo es la máxima revelación.
La reconversión de la fiesta fue fácil porque el simbolismo de Jesús como rey proviene
del mismo Nuevo Testamento. En el Evangelio que hemos leído hoy, por ejemplo,
Jesús es llamado rey en un contexto muy poco glorioso: Jesús está en la cruz. Sobre
él hay un letrero que pone " Éste es el rey de los judíos ", pero es un cartel de mofa,
como lo es la frase de burla de los soldados: " Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti
mismo ". Jesús había subido a Jerusalén pocos días antes, montado en un pollino,
como el mesías humilde y pacífico del libro de Ezequiel, entre gritos de alegría:
" Bendito el rey, el que viene en nombre del Señor ". Pero ahora está aquí en la cruz,
reinando en un trono que nadie querría. Sólo el buen ladrón sabe reconocer en este
Jesús, condenado injustamente, un Reino que va más allá de este mundo, y que es
fuente de salvación eterna: " Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino".
Jesús reina desde la pobreza máxima, en la cruz, porque su Reino no es como el de
los poderosos, que gobiernan a sus súbditos como si fueran sus dueños, sino porque
su Reino es el del servicio a los más pequeños. En las bienaventuranzas proclama
quiénes son los que primero conseguirán el pasaporte para su Reino: " felices los
pobres porque de ellos es el Reino del Cielo"; "Felices los perseguidos por causa de la
justicia, porque de ellos es el Reino ". Un Reino que tiene el sabor amargo de los
sufrimientos frutos del compromiso, pero que tiene la recompensa de haber dado
alegría a los corazones atribulados, de haber encontrado el cielo en el propio corazón.
Un reino que los sencillos y limpios de corazón captan, y que se esconde a menudo a
los sabios y entendidos. Como un grano de mostaza, o un poco de levadura,
aparentemente insignificantes, pero capaz de transformar toda la realidad. El Reino de
Dios es un cambio de conciencia, un nuevo estilo de vida, que no todo el mundo es
capaz de entender. Un reino que es como una perla magnífica, que cuando uno la
encuentra, es capaz de venderlo todo para comprarlo, porque es como si a uno le
cayeran unas escamas de los ojos, como le ocurrió a san Pablo después de su
conversión y bautismo.
Ya seamos "monárquicos" o "republicanos", el arquetipo del "rey" forma parte de
nuestro inconsciente colectivo. La imagen del rey bueno personifica el ideal de la
personalidad que sabe gobernar el país con justicia y equidad, y espiritualmente puede
ser el símbolo de una personalidad madura e integrada, con capacidad de gobernarse
a uno mismo, de poner concierto y armonía a las diferentes partes, aparentemente
opuestas, de su mundo interior.
Por eso el simbolismo de Jesucristo Rey siempre podrá ser una imagen significativa
para nuestra espiritualidad. San Ignacio de Loyola en sus ejercicios espirituales, en la
meditación de las dos banderas, estimula nuestra imaginación y nos hace representar
dos personajes: el primero es la de un rey humilde y pacífico, que invita a todos a una
misión: convencer a todos a ir por el camino del bien, de la humildad, de la
compasión...; y otro rey, un caudillo malo que busca operarios para convencerlos que
busquen el prestigio, el orgullo y la riqueza. San Ignacio nos invita a ponernos bajo la
bandera y las filas del rey bueno, que es Jesucristo nuestro Señor.
En la leyenda de la corte del Rey Arturo, el de la mesa redonda, no sólo estaba el Rey,
también estaba el sabio, el mago y el bufón. Porque sin el sabio, el rey tenía la
tendencia a engañarse; sin el mago alquimista era incapaz de convertir todos sus
malos humores en sentimientos positivos; y sin el bufón no se podía reír de sí mismo:
sin el cómico no sería capaz de aceptar con humor los absurdos inherentes a la
condición humana, y tendría la tentación de caer en el orgullo.
Nosotros, por el bautismo, nos hemos convertido en sacerdotes, profetas y reyes. La
realeza de Cristo nos da la fuerza para gobernarnos a nosotros mismos, el sacerdocio
hace que seamos capaces de ofrecer a Dios nuestros sentimientos más gravosos se
conviertan en bendiciones, y nos hace profetas para que su sabiduría nos ilumine los
caminos de la vida. Pidámosle a Dios que nos dé también la gracia del buen humor,
para templar nuestros deseos de grandeza, y parecernos más al rey mesías, humilde y
pobre de Nazaret, que en nuestros desazones nos haga mirar a las aves del cielo que
no siembran ni siegan pero que Dios cuida; y ante nuestra vanidad nos muestra los
lirios del campo, que nadie puede igualar en su esplendor, porque es su propia
naturaleza que los hace bonitos y graciosos.