Domingo Segundo de adviento/A
“Conviértanse, porque está cerca el reino de los cielos” (Mt 3, 1-2).
La semana pasada Dios al inicio del Adviento nos invitaba a despertar y caminar.
Hoy nos invita a convertirnos : “Conviértanse, porque está cerca el Reino de los
cielos” . Esta conversión nos exige echar fuera el pecado y trabajar en la santidad
de vida, teniendo en nosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús (segunda
lectura). ¿Qué tengo que convertir a Dios en este Adviento: mi mente mundana, mi
corazón desestabilizado, mi voluntad rebelde?
Hoy, segundo domingo de Adviento, se nos presenta la figura austera del Precursor,
su misión fue la de preparar y allanar el sendero al Mesías, exhortando al pueblo de
Israel a arrepentirse de sus pecados y corregir toda injusticia. Con palabras
exigentes, decía: “El árbol que no da fruto será talado y echado al fuego” ( Mt 3,
10). Sobre todo ponía en guardia contra la hipocresía de quien se sentía seguro por
el mero hecho de pertenecer al pueblo elegido: ante Dios -decía- nadie tiene títulos
para enorgullecerse, sino que debe dar “frutos dignos de conversión” ( Mt 3, 8).
Por su parte, Jesús nos enseña que para entrar al Reino de Dios, supone un
cambio, un arrepentimiento. La conversión es un cambio radical de actitud y
conducta. San Gregorio Magno comenta que el Bautista “predica la recta fe y las
obras buenas… para que la fuerza de la gracia penetre, la luz de la verdad
resplandezca, los caminos hacia Dios se enderecen y nazcan en el corazón
pensamientos honestos tras la escucha de la Palabra que guía hacia el bien” ( Hom.
in Evangelia, XX, 3: CCL 141, 155).
Al proclamar Juan “Conviértanse, llama a cambiar de vida, porque ya estaba muy
cerca Jesús, y hoy es para nosotros la misma necesidad: transformar nuestras
vidas, volvernos a Dios, porque Él se ha vuelto a los hombres. Y nos pide también
hoy “Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos”, ¿Cómo?, con el
arrepentimiento. El arrepentirse requiere transformación y exige un cambio de
actitud, además es una experiencia necesaria para llegar a conocer a Cristo; en
otras palabras, quien no se arrepiente, por mucho que intente conocerle, no lo
podrá conocer ni podrá ir al Reino de los Cielos.
La Conversión comienza desde el momento en que se acepta en de corazón, desde
la fe, a Jesucristo resucitado. Cuando se ha aceptado la persona de Jesús y su
mensaje y fiarse totalmente de Él: decidirse a no volver a escuchar las voces de
tantos ídolos que le gritan: “Fíate de mí”. La fe, en cuanto asociada a la conversión,
es lo opuesto a la idolatría; es separación de los ídolos para volver al Dios vivo,
mediante un encuentro personal. Creer significa confiarse a un amor
misericordioso, que siempre acoge y perdona, que sostiene y orienta la existencia,
que se manifiesta poderoso en su capacidad de enderezar lo torcido de nuestra
vida. La fe consiste en la disponibilidad para dejarse transformar una y otra vez por
la Palabra de Dios. He aquí la paradoja: en el continuo volverse al Señor, el hombre
encuentra un camino seguro, que lo libera de la dispersión a que le someten los
ídolos (LF 13).
Así se ve claro el sentido de la acción que se realizó en nosotros el día de nuestro
bautismo, “la inmersión en el agua: el agua es símbolo de muerte, que nos invita a
pasar por la conversión del ‘yo’, para que pueda abrirse a un ‘Yo’ más grande; y a
la vez es símbolo de vida, del seno del que renacemos para seguir a Cristo en su
nueva existencia. De este modo, mediante la inmersión en el agua, el bautismo nos
habla de la estructura encarnada de la fe. La acción de Cristo nos toca en nuestra
realidad personal, transformándonos radicalmente, haciéndonos hijos adoptivos de
Dios, partícipes de su naturaleza divina; modifica así todas nuestras relaciones,
nuestra forma de estar en el mundo y en el cosmos, abriéndolas a su misma vida
de comunión” (LF 42).
“Conviértanse, porque está cerca el reino de los cielos” (Mt 3, 1-2), es decir
volvamos a nuestra dignidad de hijos de Dios, y en este adviento ponernos en
marcha para transformar nuestra existencia en Cristo. Esta ha de ser la respuesta
inicial de quien ha escuchado al Señor con admiración, cree en Él por la acción del
Espíritu, se decide a ser su amigo e ir tras de Él, cambiando su forma de pensar y
de vivir, aceptando la cruz de Cristo, consciente de que morir al pecado es alcanzar
la vida. En el Bautismo y en el sacramento de la Reconciliación, se actualiza para
nosotros la redención de Cristo.
Por tanto, la conversión es el punto central del Evangelio. La síntesis de la
predicación de Jesús es la conversión y el anuncio del Reino de Dios, el
reconocimiento de nuestro mal comportamiento o conducta desordenada y el
arrepentimiento de nuestros pecados, es el primer paso para la conversión. Esto es
necesario e indispensable, para llegar a la santidad, con la que hemos de llegar a la
Navidad. Este es el modo de vivir la Navidad, lo contrario se llama mundanidad. La
‘voz’ del gran profeta nos pide que preparemos el camino del Señor que viene a
salvarnos.
Desde el corazón de María queramos una auténtica conversión del corazón: Señor
Jesús, Hijo del Dios vivo, ten compasión de mí que soy pecador! ¡Sálvame, Jesús!
Libérame, Señor, de todo yugo de Satanás en mi vida. Libérame, Jesús, de todo
vicio y de todo dominio del mal en mi mente. Yo te pido, Señor, que esa vieja
naturaleza mía, vendida al pecado, sea crucificada en tu cruz. ¡Lávame con tu
Sangre, purifícame, libérame, Señor!