3ª semana de Adviento. Domingo A: Mt 11, 2-11
En este domingo, como en el anterior, la Iglesia todos los años nos presenta a san
Juan Bautista que nos ayuda a preparar el camino de nuestro corazón para la venida
del Señor. Hoy nos presenta al precursor hacia el fin de su vida cuando, al estar ya en
la cárcel, parece ser que tiene dudas sobre la personalidad de Jesús. Algunos dicen
que la duda no era suya, sino que mandó la embajada a Jesús para que los discípulos
que le visitaban en la cárcel pudieran hacerse discípulos de Jesús. Pero parece que sí
eran dudas del mismo Juan, pues éste, formado en la línea más dura de los profetas,
pensaba, como así lo decía el domingo pasado, que el Mesías tenía el hacha ya
dispuesta para cortar de raíz todo árbol que no diera buenos frutos, y tenía el bieldo
para separar la paja del trigo, los buenos de los malos. Por eso creía que el Mesías
sería la imagen justiciera de “la ira de Dios”. Sin embargo oía decir que Jesús era
misericordioso con todos, que acogía a los “pecadores” y comía con ellos, que trataba
bien a los paganos y ofrecía el perdón a todos. Todo esto a Juan no le encajaba con
sus ideas. Y por eso, con humildad y con franqueza, envió una embajada para
preguntar a Jesús: “¿Eres tu el que ha de venir o debemos esperar a otro?”
Jesús les recibió con amabilidad porque conocía la franqueza y la buena voluntad
del Bautista. Para responderles, lo hizo con las obras que solía hacer y recordándoles
dos citas de profetas, en la línea amable, que también era propia de los profetas.
Además de milagros palpables, les recordó lo importante que era el hecho de que los
pobres fuesen evangelizados y que eran dichosos los que no se escandalizaren por
esta postura amorosa de Jesús, los que no se escandalizaren por la aparente debilidad
de Dios, por su infinita paciencia y su desconcertante silencio.
A veces queremos leer la Sagrada Escritura como nos conviene o como es nuestro
pensamiento, aunque no coincida con el pensamiento y el querer de Dios. El está
cerca, nos repite hoy varias veces la liturgia de Adviento; pero Dios está cerca con
sencillez y amor, de modo que hasta parece debilidad, pero no lo es.
Continúa el evangelio hablando Jesús sobre Juan el Bautista, cuando ya se han
marchado los de la embajada. Y Jesús admira la firmeza y valentía de Juan: no es una
caña agitada por el viento, como muchos que cambian fácilmente de actitud, ni es
alguien dedicado a la comodidad. El es “el más grande de los humanos”, aunque todos
podemos ser más grandes si dejamos que la gracia de Dios penetre en nuestro
espíritu, pues por los méritos de Jesucristo recibimos una nueva vida superior.
Y por eso debemos estar alegres. Esta es una característica todos los años de este
tercer domingo de Adviento: la alegría cristiana. La alegría es un distintivo del cristiano.
Nace de la profunda convicción de que el pecado y la muerte han sido derrotados por
la venida de Cristo, el Señor. Por eso la alegría de la Navidad. Por eso la ilusión y el
entusiasmo en las cosas externas: el poner el Nacimiento, los villancicos y hasta los
regalos; pero sobre todo porque debemos sentir que Dios quiere venir a nuestro
corazón, por la paz que deben sentir los hogares, por el encanto infantil de sabernos
hijos de Dios, de ese Dios lleno de bondad que quiere a todos y quiere que sepamos
compartir las pequeñas alegrías que son anuncios de la gran alegría en el cielo.
Si tenemos esta alegría contagiosa podemos hacer, como Jesús, maravillas. Y
podremos encontrar “ciegos” espirituales que logren ver nuevos valores de presencia y
amistad verdaderas, y tendremos “sordos” que ya sí estarán atentos a las palabras y
necesidades de sus hermanos, y tendremos hasta “muertos” en el espíritu que
resuciten a otra vida de horizontes más amplios. Ya no habría comunidades de sólo
“pobres”, porque pobres y ricos se evangelizarían mutuamente y compartirían sus
bienes materiales y espirituales. ¡Animo, hermanos y alegría, porque el Señor viene
estos días un poco más a nuestros corazones!