III Domingo de Adviento, Ciclo A
“El Evangelio es alegría”
Con estas palabras ha formulado la Iglesia en el continente americano el hilo
conductor de un gran Congreso Americano Misionero que tendrá lugar en el mes
de Julio del año 2018 en Bolivia (CAM V). Exactamente el lema entero dice:
“América en Misión, el Evangelio es alegría”, y con él toda la Iglesia Católica de
América celebrará este evento en Santa Cruz de la Sierra. Este encuentro se
está preparando a fondo en todos los países y con participación de las
Conferencias Episcopales y de las Obras Misionales Pontificias. Con una dinámica
viva de participación del Pueblo de Dios, de las parroquias y de todo tipo de
grupos y comunidades eclesiales de base, la Iglesia en América ha celebrado, ya
como preparación, sendos Simposios Internacionales, en Puerto Rico y Uruguay
respectivamente en estos últimos años, así como diversos Simposios Nacionales.
Durante el año 2017 se irá trabajando en todas las jurisdicciones eclesiásticas el
material de los trabajos previos al Congreso. El tema del Congreso será: “La
Alegría del Evangelio, corazón de la misión profética, fuente de reconciliación y
comunión”.
De este modo la Iglesia en América, una Iglesia en salida y misionera, ha
enarbolado, como bandera de su misión, el Evangelio, siguiendo las pautas del
Concilio Vaticano II y la gran renovación que éste supuso como inicio de una
transformación profunda de la Iglesia en el mundo contemporáneo,
particularmente a partir de los textos de la Constitución Gaudium et Spes y del
Decreto Ad Gentes. Esta impronta misionera se ha visto reflejada posteriormente
en la doctrina de todos los papas postconciliares, pero ha sido especialmente
impulsada con el signo de la alegría del encuentro con Jesucristo por el papa
Francisco en sus documentos Evangelii Gaudium (2013) y Amoris Laetitia
(2016), tal como sus mismos títulos indican.
“Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (EG 1). La gran alegría del
encuentro con Jesucristo es el gran tema de reflexión en la Iglesia americana en
este momento de la denominada Misión permanente y en esta fase previa al V
CAM. La alegría de los discípulos y misioneros tiene su motivación más profunda
en el encuentro personal con Cristo Resucitado. Por ello el primer saludo del
Señor resucitado a las mujeres que fueron al sepulcro fue: ¡Alégrense! (Mt
28,9). Asimismo los discípulos se llenaron de inmensa alegría al ver al Señor (Jn
20,20). Posibilitar el encuentro entre el resucitado y el ser humano en el camino
de esta historia ha de ser la meta de toda evangelización y de la misión de la
Iglesia.
La alegría se convierte en dicha como estado permanente de alegría en plenitud
en virtud de la presencia del Reinado de Dios y de su amor, aún en las
circunstancias humanas de desdicha descritas en la primera parte de las
bienaventuranzas de Mateo (Mt 5,3-6). Y es que la alegría de las
Bienaventuranzas es la alegría de la Pasión de Cristo. Por eso la Primera carta de
Pedro trata el tema de la alegría con la bienaventuranza dedicada a la Pasión de
Cristo (1 Pe 4,12-13). En 1 Pe 4,13 está lo fundamental de la consideración
petrina: “Al contrario, estad alegres en la medida que tenéis parte en la pasión
de Cristo, de modo que, cuando se revele su gloria, gocéis de la alegría
desbordante”. La adhesión a la persona de Cristo es lo que capacita a los
creyentes para vivir como él y según él. Y este tipo de alegría del Espíritu y de
plenitud en la dicha por encima de cualquier circunstancia adversa cualifica
sobremanera la alegría cristiana, pues es la alegría plena que Jesús comunica a
sus discípulos en la última cena, justo antes de su Pasión (Jn 15,11).
La Virgen María es protagonista en este tiempo del Adviento y en ella es
manifiesta la alegría que procede de Dios, desde el saludo del ángel (Lc 1,28:
“alégrate, llena de gracia”) hasta la visita a Isabel y el canto del Magnificat,
donde aparecen la alegría y la dicha correspondiente a la fe (Lc 1, 39-45). En la
reacción de Isabel ante la cercanía del nacimiento de Jesús destaca su alegría
inmensa. La misma alegría que María canta poco después al iniciar el Magnificat
es la que Isabel comunica al decir que la criatura “saltó de alegría” en su vientre.
Los labios de Isabel proclaman dichosa a María: “Dichosa tú que has creído que
se cumplirá lo que dice el Señor. El Magnificat (Lc 1,46-55) es la exultante
manifestación del credo mariano. En él aparecen los términos de la alegría (“se
alegra mi espíritu”, Lc 1,47) y de la dicha en el verbo “felicitar” (“me felicitarán
todas las generaciones”, Lc 1,48). Unirse a María en su canto nos permite
identificarnos con ella en el descubrimiento gozoso del Dios de los pobres, del
Dios de la misericordia que actúa en la historia suscitando, generación tras
generación, la liberación de las personas y de los pueblos a través de los testigos
primordiales de su justicia.
Hacia este tipo de alegría plena apunta también el gozo mesiánico de este
domingo tercero de Adviento en que la Iglesia celebra ya la alegría anticipada de
la Navidad, pues el que viene es Jesucristo, es Dios que “viene en persona,
resarcirá y los salvará” (Is 35,4). Ya cercana la navidad, todos los textos bíblicos
(Is 35,1-6.10; Sant 5,7-10; Mt 11,2-11) nos introducen en el gozo de un tiempo
nuevo en la historia de la humanidad, el del Mesías.
“El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa,
florecerá como flor de narciso, se alegrará con gozo y alegría” (Is 35,1-6). Así
comienza Isaías su canto de alegría en el tiempo de la restauración del pueblo
de Judá al final del destierro de Babilonia en el siglo VI a. Cristo, cuando ya se
vislumbra el horizonte de la liberación y del retorno a la tierra prometida. Es un
momento vivido por el pueblo y por el profeta como tiempo de intervención
salvífica de Dios. Cuando se aviva la esperanza del retorno se transfigura la
situación dolorosa del destierro en tiempo de expectativa gozosa e inquietante,
donde se respira la alegría no en virtud de lo que ha sucedido sino en virtud de
lo que está por venir. La poesía del DeuteroIsaías, tal como se denomina al
segundo autor del libro bíblico de Isaías, destila alegría y esperanza,
proyectando la inminente transformación de la realidad social y política del
pueblo de Dios en imágenes espléndidas de una naturaleza renovada y de una
humanidad transfigurada, hasta el punto de que “se despegarán los ojos del
ciego y los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo y la lengua
del mudo cantará”, porque el sufrimiento y la aflicción se alejarán, para abrir un
camino de alegría radiante para la humanidad.
Estas palabras de Isaías han sostenido el aliento y la esperanza del pueblo de
Israel a lo largo de toda su historia. En este domingo siempre me complace
recordar el testimonio del escritor judío y Premio Nobel de la Paz, Elie Wiesel,
quien en el colmo de la paradoja, por estar sufriendo el desprecio al pueblo
judío, nos dice en qué consiste la más profunda alegría espiritual cuyo origen es
solamente Dios: “No hay mérito en danzar cuando todo marcha bien. Cuando las
cosas marchan mal y ya no osamos alzar la cabeza, y parece que el enemigo
triunfa, entonces, sí, se nos reclama que alabemos al Señor, fuente y
culminación de todo éxtasis... Si nos falta la alegría, ¡hemos de crearla, hemos
de extraerla de la nada! Que sea la ofrenda que hacemos a Dios: ¡Que sea Su
fiesta, si no la nuestra”.
Cualquier situación humana de opresión y marginación, de explotación y de
exclusión, en la que los derechos más elementales del hombre sean conculcados
es parecida a la situación de destierro, desprecio o aniquilación que ha vivido el
pueblo de Israel. Esta semana hacemos memoria especial de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos para solidarizarnos con todos aquellos
hermanos y hermanas que todavía hoy sufren la injusticia de un mundo
inhumano, donde los derechos humanos a la vida, a la libertad y a la dignidad
están siendo pisoteados.
El Mesías Jesús, cuyo nacimiento histórico celebramos en navidad y cuya venida
última esperamos con alegría, se identifica ante Juan mediante sus obras, las
cuales realizan lo que anunciaba Isaías: “Los ciegos ven, los cojos andan... y a
los pobres se les anuncia la Buena Noticia” (Mt 11,5). El que vino y el que viene
no es un Mesías según las expectativas del adversario y recogidas en Mt 4,1-11.
Jesús no es el Mesías del éxito fácil, de la espectacularidad, ni del poder, sino
aquél cuyas obras y cuya palabra transforman al ser humano y las condiciones
sociales de la humanidad, proclamando sobre todo la dicha y la alegría de los
más pobres de esta tierra (Mt 5,3) no en razón de su situación presente, sino en
virtud de que Dios está de su parte y sin duda cambiará el rumbo de su historia.
El Reino de Dios inaugurado por el Mesías, sin embargo, sufre violencia desde el
primer momento de su anuncio. Juan, el precursor que lo anunció, está en la
cárcel. Jesús pasará por la cruz. Y todos los vinculados a este Mesías, por ser
víctimas de la injusticia humana o por la libre aceptación de su seguimiento
comprometido, siguen sufriendo la violencia que la llegada del Reino de Dios
comporta. Pero ¡Dichoso el que no se escandalice del proyecto mesiánico de
Jesús!
La esperanza en Él y en su palabra es fuente inagotable de la alegría verdadera.
De la vida aprendemos que la espera de alguien querido es ya una fiesta pues el
corazón humano se estremece y se ilusiona acariciando la presencia cercana de
un amor. Esperar a alguien es ya una gozada, porque es anticipar el encuentro.
Ponerse en camino es estar llegando y esperar es estar vibrando, de modo que
la alegría es el espíritu propio de la espera, es el gozo contenido cuyas chispas
brillarán en lágrimas de emoción. Pero sólo habrá alegría auténtica si a quien
esperamos es al que se acerca a los pobres anunciando la Buena Noticia y
rehabilitando a los marginados y desheredados de esta tierra.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura