II D O M I N G O (A) (Juan 1, 29–34)
La humildad, más que en abajarnos, consiste en saber que estamos bajos.
– Una de las mayores dificultades que encontramos los hombres es, nuestro
propio conocimiento: conocernos objetivamente a nosotros mismos. Y es que,
¡el amor propio nos impide ser objetivos! Alguien, con cierta ironía, dijo que,
“haríamos un gran negocio, comprándonos por lo que en realidad valemos y,
vendiéndonos por lo que nos creemos valer”.
– Es muy de tener en cuenta que, un conocimiento objetivo de nosotros, es de
una gran importancia porque, tiene mucho que ver con una virtud muy
apreciada por el Señor: la humildad que, según la sentenciosa definición de
Santa Teresa de Jesús, consiste en, “andar en verdad”, algo fundamental para
evitar el fracaso que supondría, ante Dios, haber ido por la vida “de farol”.
“Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado” (Lucas, 14,11)
– Estas consideraciones afloran, a propósito de esa señera figura del Precursor,
al que se refiere el Evangelio de hoy porque Juan el Bautista es un ejemplo
acabado de humildad. ¡El supo tener una conciencia objetiva de su persona y
de su misión! Vivió el encargo que se le había encomendado, sin aprovecharse
de la admiración que despertaba su persona y, cumpliendo la tarea
encomendada sin apropiarse del protagonismo que correspondía a Jesús:
– Supo “andar en verdad”.
– Se colocó en el verdadero puesto que se le había asignado.
– Y a Jesús, supo darle siempre el lugar que le correspondía.
“Tras de mi viene un hombre que está delante de mí, porque existía antes que yo” (Juan, 1, 30)
– Esto, que puede parecer tan natural y lógico, no siempre es lo que nosotros
practicamos en nuestras habituales relaciones. ¡Con mucha frecuencia nuestro
amor propio nos hace perder la objetividad y nos apropiamos de los méritos y
la gloria que corresponden a Dios!
– Hemos de aprender del ejemplo que nos ofrece la vida de Juan el Bautista y
como el, hemos de tratar de, “andar siempre en verdad”, (según el acertado
consejo de Santa Teresa), evitando así esa especie de “esquizofrenia” que:
– Además de impedirnos reconocer a Dios como el Autor de todo lo
bueno que hay en nosotros, (en el orden de la naturaleza y de la Gracia)
– Nos llevaría a vivir una vida ficticia, de vana–gloria que nos hace ser
ingratos con Dios y nos aparta del fin dichoso al que estamos destinados.
– ¡Danos, Señor, la auténtica humildad de saber siempre, “andar en verdad”!
Guillermo Soto