Domingo 6 del Tiempo Ordinario (A)
PRIMERA LECTURA
No mandó pecar al hombre
Lectura del libro del Eclesiástico 15, 16–21
Si quieres, guardarás los mandatos del Señor, porque es prudencia cumplir su voluntad; ante ti están puestos fuego y
agua: echa mano a lo que quieras; delante del hombre están muerte y vida: le darán lo que él escoja. Es inmensa la
sabiduría del Señor, es grande su poder y lo ve todo; los ojos de Dios ven las acciones, él conoce todas las obras del
hombre; no mandó pecar al hombre, ni deja impunes a los mentirosos.
Salmo responsorial Sal 118, 1–2. 4–5. 17–18. 33–34 R. Dichoso el que camina en la voluntad del Señor.
SEGUNDA LECTURA
Dios predestinó la sabiduría antes de los siglos para nuestra gloria
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 2, 6–10
Hermanos: Hablamos, entre los perfectos, una sabiduría que no es de este mundo, ni de los príncipes de este mundo,
que quedan desvanecidos, sino que enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios
antes de los siglos para nuestra gloria. Ninguno de los príncipes de este mundo la ha conocido; pues, si la hubiesen
conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria. Sino, como está escrito: «Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni
el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman.» Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu.
El Espíritu lo sondea todo, incluso lo profundo de Dios.
EVANGELIO
Se dijo a los antiguos, pero yo os digo
Lectura del santo evangelio según san Mateo 5, 17–37
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: —«No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido
a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última
letra o tilde de la Ley. El que se salte uno sólo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres
será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los
cielos. Os lo aseguro: Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. Habéis
oído que se dijo a los antiguos: “No matarás”, y el que mate será procesado. Pero yo os digo: Todo el que esté
peleado con su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano “imbécil”, tendrá que comparecer ante el
Sanedrín, y si lo llama “renegado”, merece la condena del fuego. Por tanto, si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el
altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero
a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Con el que te pone pleito, procura
arreglarte en seguida, mientras vais todavía de camino, no sea que te entregue al juez, y el juez al alguacil, y te
metan en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último cuarto. Habéis oído el
mandamiento “no cometerás adulterio”. Pues yo os digo: El que mira a una mujer casada deseándola, ya ha sido
adúltero con ella en su interior. Si tu ojo derecho te hace caer, sácatelo y tíralo. Más te vale perder un miembro que
ser echado entero en el infierno. Si tu mano derecha te hace caer, córtatela y tírala, porque más te vale perder un
miembro que ir a parar entero al infierno. Está mandado: “El que se divorcie de su mujer, que le dé acta de repudio.”
Pues yo os digo: El que se divorcie de su mujer, excepto en caso de impureza, la induce al adulterio, y el que se case
con la divorciada comete adulterio. Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No jurarás en falso” y “Cumplirás tus
votos al Señor”. Pues yo os digo que no juréis en absoluto: ni por el cielo, que es el trono de Dios; ni por la tierra,
que es estrado de sus pies; ni por Jerusalén, que es la ciudad del Gran Rey. Ni jures por tu cabeza, pues no puedes
volver blanco o negro un solo pelo. A vosotros os basta decir “sí” o “no”. Lo que pasa de ahí viene del Maligno.»
El cumplimiento de la ley hasta el final
El Sermón de la montaña que estamos leyendo en estos domingos es la revelación de los nuevos
valores del Reino de Dios, de un nuevo mundo religioso, de una nueva visión de Dios y de su
relación con el hombre. ¿Significa esto la abolición de la antigua Ley, también fruto de una
revelación divina, la que tuvo lugar en el Sinaí? De hecho, en los Evangelios encontramos
numerosas acciones de Jesús en las que parece desafiar abiertamente la ley, como curar en
sábado, saltarse ciertas leyes de pureza ritual y otras relativas al ayuno. Como sabemos, este
comportamiento se atraía la abierta enemistad de escribas y fariseos, maestros de la ley. Pero
ante las críticas de estos, y también, posiblemente, ante ciertas interpretaciones por parte de sus
propios discípulos, Jesús, precisamente en el contexto del Sermón de la montaña, niega la mayor: no ha venido a abolir la ley, incluso afirma que la misma tiene un valor eterno, y que es preciso
cumplirla hasta la última coma. ¿En qué quedamos? ¿No se da aquí una cierta contradicción
entre estas palabras y las acciones mencionadas antes? Cuando Jesús afirma que no ha venido a
abolir sino a dar cumplimiento, ¿qué significa esto? Dar cumplimiento significa hacerla plena,
llevarla a su perfección.
Cumplir la ley “hasta la última tilde” no significa la observancia puntillosa, obsesiva y literal de
todos los preceptos de la ley mosaica, que en tiempos de Jesús se había recargado con numerosas
cláusulas, producto de una larga tradición de interpretaciones y exégesis. Son precisamente las
acciones en apariencia desafiantes de Jesús las que nos dan a entender que no se trata de ese
legalismo casi asfixiante: no es el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre, y es
preciso entender qué significa “misericordia quiero y no sacrificios” (cf. Mt 12, 7; Mc 2, 27).
También sus palabras en el evangelio de hoy son elocuentes: por un lado exhorta a no saltarse
ningún precepto de la ley, y el que así lo enseñe será grande en el Reino de los cielos; por el otro,
afirma que no entrará en ese Reino quien no supere la justicia de escribas y fariseos. Es claro que
aquí no se trata de un cumplimiento escrupuloso y meramente legal de ciertos preceptos rituales.
¿De qué se trata entonces?
Jesús, adoptando la actitud de un verdadero maestro de la ley, de un verdadero rabino, lo explica
acudiendo a toda una serie de preceptos de la antigua ley. En primer lugar, recordemos que Jesús
no habla sólo de la ley (como hacían escribas y fariseos), sino de la ley y los profetas; y esto ya
nos indica que interpreta la ley desde el prisma de la inspiración profética, que precisamente
criticaba el legalismo huero y apelaba a la ley interior, a la que está “escrita en el corazón”, a la
misericordia y la atención de los necesitados. Del mismo modo, para Cristo, la perfección de la
ley (y los profetas) y su cumplimiento hasta el final no van en la línea de la mera observancia
externa, sino de la plenitud que brota de un corazón renovado y purificado, el que se expresa en
las bienaventuranzas.
Desde el espíritu de las bienaventuranzas Jesús comenta y reinterpreta (lleva a plenitud) siete
preceptos de la antigua ley, de los que el Evangelio de hoy recoge sólo cuatro. Lo hace en
diálogo con la tradición (“habéis oído que se dijo a los antiguos”), pero de la que él es no un
mero comentador, sino un interlocutor autorizado: “pero yo os digo”. De este modo, Jesús hace
ver que la antigua ley no queda abolida sino perfeccionada, pero también nos dice que el Autor
de la antigua ley y el de su definitivo perfeccionamiento son el mismo, y que ahora habla (y lleva
a cumplimiento) en él mismo, con autoridad propia.
El primer ejemplo se refiere al quinto mandamiento de la ley del Sinaí: “no matarás”. Está
expresado en términos jurídicos: “será procesado”. Jesús, más allá de la ley, que mira sólo la
exterioridad del comportamiento, atiende a la actitud interior de la que brotan los crímenes y la
violencia contra el prójimo: la ira, el odio, la enemistad, que se expresan primero verbalmente, y
después pasa a la voluntad de exclusión (es lo que significa la palabra “renegado”) y, finalmente,
puede llegar a la agresión física. Esas actitudes interiores y sus expresiones, aun sin llegar al
asesinato, merecen una condena de tipo religioso (el Sanedrín y el fuego), pues hablan de un
corazón no reconciliado y, por tanto, alejado del Dios Padre de todos. El cambio del corazón y la
purificación interior hacen que pasemos de la agresión (de pensamiento, de palabra y de obra) a
la reconciliación. No se trata, por tanto, sólo de extremar los preceptos de la antigua ley, sino de
cambiar la dirección de nuestras actitudes profundas: no sólo evitar el mal en todas sus
dimensiones, sino vencerlo a fuerza de bien; no sólo renunciar a las actitudes agresivas y a las
agresiones verbales o físicas, sino adoptar una actitud positiva que busca a los hermanos, trata de
recomponer relaciones y de solucionar los conflictos (que inevitablemente surgen en la vida) de
manera pacífica.
El comentario del sexto mandamiento (“no cometerás adulterio” –Ex, 20, 14) va en la misma
dirección. El adulterio era contemplado en la antigua ley (y, en general, en las antiguas culturas)
sobre todo como un atentado contra la “propiedad” ajena, que así era considerada la mujer. El
precepto tenía un sabor claramente discriminatorio contra la mujer. Jesús, al radicalizar y
perfeccionar el precepto, apela de nuevo a una actitud interior que cambia por entero los estándares culturales: llama a una actitud de respeto hacia la mujer misma, no sólo en cuanto es
“de otro”, sino en su propia condición de mujer, que no puede reducirse a un mero objeto de
deseo. Así pues, Jesús no sólo condena el adulterio, sino que restablece plenamente la dignidad
de la mujer, igual a la del varón en cuanto imagen de Dios (cf. Gn. 1, 17). Este cambio del
corazón no es, sin embargo, tarea fácil. Los deseos y los pensamientos inclinados al mal surgen
en nosotros con frecuencia de manera espontánea. ¿Es que su mera presencia es ya una forma de
pecado? ¿No se está aquí extremando la idea de pecado, que nos puede hacer entrar en un
moralismo obsesivo y asfixiante, peor que el meramente externo de escribas y fariseos? En
realidad, Jesús no va por ahí, y las palabras que siguen a esta llamada, en plena consonancia con
la bienaventuranza de los limpios de corazón, lo aclaran suficientemente. No es la mera
presencia de ciertos sentimientos, inclinaciones o tentaciones lo que constituye el pecado, sino el
consentimiento por parte de nuestra libre voluntad. De ahí la necesidad de una cierta ascética,
esto es, de la capacidad de renunciar a los deseos que nos hostigan y nos incitan al mal. Jesús
expresa la necesidad de la actitud de renuncia en términos muy duros (sacarse el ojo, cortarse la
mano), que no debemos tomar al pie de la letra, sino entender como un recurso para subrayar con
fuerza la importancia de la purificación del corazón y la mirada: nos va en ello el que podamos
ver a Dios, esto eso, nos jugamos en esto nuestra propia salvación, que vale más que el bienestar
en este mundo pasajero.
El siguiente precepto comentado por Jesús no está tomado de la tabla de los mandamientos (cf.
Dt 24, 1) pero es como una glosa y complemento del anterior, y toca un tema muy sensible en las
costumbres de los judíos de entonces (cf. Mt 19, 1–12) y, en realidad, de todos los tiempos. Si se
debe respetar a la mujer del prójimo, tanto más es necesario respetar a la propia. Aquí, de nuevo,
Jesús defiende a la mujer de una situación de clara desventaja y la eleva a miembro paritario en
derechos dentro del matrimonio. El matrimonio es la unión sagrada entre varón y mujer, iguales
en dignidad personal y que, por tanto, han de dar cada uno su libre consentimiento. Este ejercicio
de libertad y compromiso mutuo exige responsabilidad y la fidelidad a la palabra dada en la
alianza matrimonial. La salvedad que hace Jesús (salvo caso de impureza, en otras traducciones
se dice “fornicación”) se refiere, al parecer al caso de las uniones ilegítimas, de tipo incestuoso o
meramente casuales, sin la voluntad de un verdadero compromiso mutuo (como el caso de la
prostitución, el –mal– llamado “amor libre” y otras formas de relación que no corresponden con
el designio de Dios sobre el matrimonio). La relación matrimonial es algo demasiado serio para
dejarlo al capricho subjetivo de una de las partes.
En lo que respecta al juramento, en principio no es fácil de entender esta especie de prohibición
del mismo, cuando la vida muestra que en ocasiones es necesario empeñar la propia palabra: el
mismo caso del matrimonio, o cuando se jura un cargo o se da testimonio en un juicio… Las
palabras de Jesús hay que entenderlas como una llamada a no abusar del juramento, es decir, a
no poner a Dios por testigo de los propios asuntos, en definitiva, a no “usar” o instrumentalizar a
Dios. Esta debía ser una costumbre extendida en aquel tiempo. El que vive reconciliado en su
interior, con los demás y con Dios no necesita ir poniendo a Dios por testigo a cada paso, sino
que más bien él mismo se convierte en un testigo de Dios, fuente de la verdad y de todo bien. Y
ese hombre no es un mero cumplidor externo de normas que le coaccionan desde fuera, sino un
ser libre, que libremente se adhiere al bien sin condiciones ni componendas.
Ahora bien, ¿es esto posible? ¿No están estas exigencias, que suenan tan bien, muy por encima
de nuestras pobres fuerzas? Jesús que nos llama a ser misericordiosos con las debilidades de los
demás, conoce también las nuestras, y las tiene en cuenta. No es un rabino que comenta leyes,
sustituye unas por otras, las atenúa o las endurece; es un maestro que nos muestra un nuevo
modo de vida que inaugura él: él mismo se convierte en ley para sus discípulos. Cumplir la ley
entera, hasta la última tilde, significa seguir a Jesús y adoptar su estilo de vida. Él es quien
cumpla la ley hasta el final, radicalmente, al dar su propia vida en la cruz.
Por ello, la nueva ley del Evangelio resume todos los preceptos (en todas sus direcciones: en
relación con propios y extraños, en relación con la propiedad, etc.) en el mandamiento del amor.
Y este mandamiento sólo puede ser asumido desde la libertad, a la que apela con tanta claridad la primera lectura. En ella vemos hasta qué punto la antigua ley estaba realmente orientada a la
plenitud del Evangelio. Porque los preceptos meramente legales se pueden cumplir de una
manera exterior, por coacción y sin convicción (con una libertad disminuida), pero amar sólo es
posible desde la libertad. No es posible amar “a la fuerza” y de modo puramente externo. Sólo se
puede amar de corazón. Y esa fuerza del amor es un don que precisamente encontramos y
recibimos en Cristo, que nos ha amado y entregado por nosotros hasta el extremo. No se nos pide
aquí nada que no hayamos recibido antes. Y esta es la sabiduría de la que habla Pablo,
inaccesible a la mera razón humana, pero que ha sido revelada plenamente en Jesucristo. Es la
sabiduría de la cruz, la sabiduría de un amor que se entrega del todo y que, así, “cumple” (llena,
perfecciona) la ley entera.