Domingo 8 del Tiempo Ordinario (A)
PRIMERA LECTURA
Yo no te olvidaré
Lectura del libro de Isaías 49, 14–15
Sión decía: “Me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado.” ¿Es que puede una madre olvidarse, de su
criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré.
Sal 61, 2–3. 6–7. 8–9ab R. Descansa sólo en Dios, alma mía.
SEGUNDA LECTURA
El Señor pondrá al descubierto los designios del corazón
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 4, 1–5
Hermanos: Que la gente sólo vea en nosotros servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios.
Ahora, en un administrador, lo que se busca es que sea fiel. Para mí, lo de menos es que me pidáis cuentas vosotros
o un tribunal humano; ni siquiera yo me pido cuentas. La conciencia, es verdad, no me remuerde; pero tampoco por
eso quedo absuelto: mi juez es el Señor. Así, pues, no juzguéis antes de tiempo: dejad que venga el Señor. Él
iluminará lo que esconden las tinieblas y pondrá al descubierto los designios del corazón; entonces cada uno recibirá
la alabanza de Dios.
EVANGELIO
No os agobiéis por el mañana
Lectura del santo evangelio según san Mateo 6, 24–34
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Nadie puede estar al servicio de dos amos. Porque despreciará a uno y
querrá al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero.
Por eso os digo: No estéis agobiados por la vida, pensando qué vais a comer o beber, ni por el cuerpo, pensando con
qué os vais a vestir. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo que el vestido? Mirad a los pájaros: ni
siembran, ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valéis vosotros más que
ellos? ¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida? ¿Por qué os agobiáis
por el vestido? Fijaos cómo crecen los lirios del campo: ni trabajan ni hilan. Y os digo que ni Salomón, en todo su
fasto, estaba vestido como uno de ellos. Pues, si a la hierba, que hoy está en el campo y mañana se quema en el
horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más por vosotros, gente de poca fe? No andéis agobiados, pensando qué
vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. Los gentiles se afanan por esas cosas. Ya sabe vuestro
Padre del cielo que tenéis necesidad de todo eso. Sobre todo buscad el reino de Dios y su justicia; lo demás se os
dará por añadidura. Por tanto, no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le
bastan sus disgustos.”
El afán de cada día
El evangelio bien entendido no es un ideal (religioso, moral, filosófico) alejado de las
preocupaciones más menudas de la vida cotidiana. No nos ofrece sólo una “cosmovisión” de
sentido, o como dicen algunos, que gustan de palabras solemnes, un “horizonte transcendental”,
pero que en poco o en nada toca los asuntos más pedestres que nos ocupan cada día. Decimos, el
evangelio “bien entendido”, pero para entender bien el evangelio hay que estar a la escucha,
prestar oídos, acudir al magisterio del maestro del Evangelio, Jesús de Nazaret.
Jesús nos habla hoy de la sabiduría de la vida. En el marco del ideal representado por las
bienaventuranzas, y sobre el fondo de la reinterpretación de los mandamientos (los grandes
temas de la vida humana), Jesús toca hoy temas cercanos, los que nos preocupan cotidianamente
y los que nos ocupan de manera habitual, como el alimento y el vestido.
Pero, precisamente lo que nos dice Jesús a este respecto puede producirnos una cierta desazón.
Porque lo primero que entendemos de sus palabras es que no debemos preocuparnos de estas
necesidades que, por un lado, son elementales pero que, además, no están garantizadas. ¿Cómo
no preocuparnos de ellas? ¿Nos exhorta realmente Jesús a despreocuparnos de estas cosas tan
necesarias para la vida? Si atendemos al contexto de las palabras y, sobre todo, de las acciones
de Jesús, no es posible concluir tal cosa. Él mismo se ocupa de alimentar a los hambrientos, de
los que siente lástima (cf. Mt 14, 13–21; 15, 32). No dice “yo ya he alimentado su espíritu, para el alimento del cuerpo, que se busquen ellos la vida”, como parecen sugerirle los discípulos. Al
contrario, cuando, en un gran despliegue de imaginación, nos presenta el grandioso cuadro del
juicio final (cf. Mt 25, 31–46), nos recuerda que el objeto de ese juicio será el haber atendido a
aquellos que padecen necesidad precisamente en estas cosas elementales: bebida, comida,
vestido, alojamiento, enfermedad. ¿En qué quedamos entonces? ¿Hay que preocuparse de estas
cosas o no, como parece aconsejarnos hoy?
Estas necesidades son primarias, básicas, pero no pueden ser las únicas, ni siquiera las más
importantes. Sin embargo, su carácter primario las convierte en las más urgentes: si no les
prestamos atención, todas las demás, incluso las más sublimes, quedan también en el aire. Ahora
bien, esta misma urgencia puede producir en nosotros una preocupación obsesiva que las eleva al
rango de bien supremo al que debe supeditarse todo, y que nos ciega para otros bienes, de hecho,
más elevados.
Jesús nos da una sencilla indicación que nos permite resolver este posible conflicto sin
menoscabo de ninguno de sus extremos: la vida vale más que el alimento y el cuerpo más que el
vestido. Es decir, nos alimentamos para vivir, pero no debemos vivir sólo para alimentarnos. Y
del mismo modo que el alimento ha de estar al servicio de la vida, y no al revés, así debe el
vestido servir al cuerpo y no, por el contrario, hacer del cuerpo la mera percha del vestido, de las
apariencias externas. Estas últimas tienen también su importancia, su valor, pero es un valor
subordinado al cuerpo, que no debe convertirse en un esclavo del vestido (de la figura, la moda,
el aparentar, etc.). Así pues, hemos de preocuparnos de esas necesidades en su justa medida, pero
no deben ocupar nuestro corazón hasta el punto de esclavizarlo, cegándonos para lo más
importante.
Y, ¿qué es lo más importante? Las palabras de Jesús nos lo dicen con bastante claridad. Si la
vida y el cuerpo importan más que el alimento y el vestido, que están al servicio de aquellos,
significa que nosotros mismos somos más importantes y valiosos que los medios que nos
procuran sustento y calor. Nosotros, cuerpo y alma, tenemos que ser dueños de nuestras
necesidades y no esclavos de las mismas. Esta importancia que descubrimos en nosotros mismos,
no es una llamada ni al orgullo ni al egoísmo; al contrario, somos egoístas cuando nos hacemos
esclavos de las necesidades materiales; mientras que, cuando las atendemos pero dominándolas y
sometiéndolas a nuestra dignidad personal, somos capaces de descubrir que esa importancia y
valor que descubrimos en nosotros mismos es la que adorna también a los demás, partícipes por
igual de la dignidad humana. Y, así, somos capaces de abrirnos a sus necesidades, las de los que
pasan hambre y sed, los que están desnudos, enfermos o solos. Es en esta clave en la que hay que
leer la recomendación de Jesús de “buscar sobre todo el Reino de Dios y su justicia”; no dice que
lo busquemos de manera exclusiva, sino sobre todo, sin renunciar a las preocupaciones
cotidianas (esto es una exigencia de elemental responsabilidad); “sobre todo” alude a una
jerarquía de nuestras búsquedas y preocupaciones. Y es que el Reino de Dios incluye “su
justicia”; y la justicia es un concepto que abarca necesariamente los bienes materiales, que, de
hecho, Jesús parece asegurarnos si atendemos sobre todo a las exigencias superiores del Reino
de Dios y su justicia: en tal caso, todo lo demás se nos da por añadidura.
Buscar ante todo el Reino de Dios significa elevar nuestra mirada a “los bienes de allá arriba”
(cf. Col 3, 1–4), y descubrir que “el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y
gozo en el Espíritu Santo” (Rm 14, 17). Cuando hacemos así, aprendemos no a despreciar, sino a
apreciar en su justa medida los “bienes de acá abajo”. Y esa justa medida (la de la justicia del
Reino de Dios) nos los descubre no sólo como fruto de esfuerzo y conquista, sino también como
dones que recibimos agradecidos. Los bienes de la tierra que remedian nuestra hambre y cubren
nuestra desnudez son, como dice la oración del ofertorio, “fruto de la tierra y del trabajo del
hombre”, que recibimos de la generosidad del Señor, Dios del universo. Descubrimos que hay
una providencia divina que se preocupa de sus criaturas, que alimenta a los pájaros y viste con
esplendor a los lirios del campo; y que se preocupa mucho más de las criaturas que más valen
ante sus ojos. El Padre celestial no desconoce ni desatiende nuestras necesidades; al contrario,
como una madre por el hijo de sus entrañas, y más que ella, se acuerda de nosotros. Pero, podemos preguntarnos de nuevo, ¿en qué se revela esa preocupación divina, cuando es un
hecho que tantos hombres y mujeres del mundo padecen necesidad? Esa preocupación se revela
en Jesucristo que nos comunica la sabiduría de la vida, la que nos permite satisfacer nuestras
necesidades y las de los demás. Si la búsqueda obsesiva de bienes materiales (dinero, comida,
vestido…) se enseñorea de nosotros y nos esclaviza, esto nos aleja también de los demás, pues
cuando esos bienes necesarios se convierten en los únicos o los más altos, se produce
inmediatamente un ansia insaciable, nunca estamos satisfechos, todo nos parece poco, y los otros
se convierten en objeto de comparación y envidia, surge la rivalidad y la competencia, pues lo
que tiene otro no puedo tenerlo yo. Pero si, a diferencia de “los gentiles”, siervos del dios dinero
(Mammon), nos hacemos servidores del Dios autor de los bienes del cielo y de la tierra, entonces
nos convertimos en dueños de nosotros mismos, capaces de apreciar con agradecimiento y
alegría lo que tenemos, aunque sea poco, lo que cubre nuestras necesidades básicas; y al
hacernos servidores de Dios y dueños de nosotros mismos, como ya hemos dicho, nos
convertimos también en servidores libres de los que padecen necesidad. Los bienes materiales
adquieren una importancia y un valor nuevos: no sólo no son objeto de codicia, competencia y
encontronazo, sino que son ocasión para ayudar, compartir y encontrarse con los otros. Esta es la
justicia del Reino de Dios.
El evangelio de Jesús, como vemos, nos concede una verdadera sabiduría para la vida cotidiana,
un criterio para juzgar y apreciar todos los bienes, nos da un auténtico “orden del corazón” (un
ordo amoris, como decía San Agustín) que nos hace libres (señores) y, además, nos enseña a
disfrutar de la vida, del cada día que ella nos regala, es verdad que con sus agobios y afanes,
pero que, en virtud de la confiada apertura a la providencia del Padre (y Madre, nos recuerda
Isaías), no nos ahogan, pues se limitan a ser el afán de cada día. Es decir, Jesús nos enseña a
dosificar las necesidades y también los afanes, sin por ello renunciar a los grandes ideales que
deben llenar nuestro corazón (el Reino de Dios y su justicia). Y es que si somos servidores de
Dios y de los hermanos (administradores de los misterios de Dios, nos recuerda Pablo), el día a
día de nuestra vida es el banco de pruebas de nuestra fidelidad: el lugar en el que, en el trato con
los asuntos (agobios y afanes) cotidianos, vamos encarnando el Reino de Dios, el ideal
evangélico.