II Domingo del Pascua, Ciclo A

La dicha de la regeneración por la fe en el Resucitado

En estas fiestas de Pascua celebramos la gran alegría de la Iglesia por la resurrección de Jesucristo. El evangelio de Juan en la liturgia dominical anuncia la presencia de Cristo Resucitado en la vida humana y el mensaje se centra en la doble aparición del resucitado a los discípulos y a Tomás y su repercusión en la vida de los cristianos de todas las épocas (Jn 20,14-31). A ello contribuye la segunda parte del relato que muestra la incredulidad de Tomás y exalta la fe de los creyentes a lo largo de toda la historia. El relato se sitúa en el atardecer del mismo día de la resurrección, el primer día de la semana, el "día del Señor". En este texto se pueden destacar tres elementos teológicos fundamentales: la presencia de Jesús que muestra la identidad del crucificado y resucitado, la donación del Espíritu del Resucitado a los discípulos para hacerlos partícipes de la misma misión de Jesús, comunicando paz, alegría y perdón, y la gran dicha de la regeneración de la vida por la fe en el Resucitado (1Pe 1,3-9) comunicada por la Iglesia mediante el testimonio y la palabra.

Jesús comunica la paz al mundo como primera palabra de su mensaje pascual. Una paz que nace del Espíritu de amor que le llevó hasta el sacrificio de la cruz y ahora puede cambiar el rumbo de la historia humana. En nuestro mundo hoy la paz está muy amenazada y violentada, desde la violencia generada por los atentados terroristas en el mundo, recientemente en París, hasta la violencia legitimada por las leyes permisivas del aborto, desde la violencia imperante en la vida familiar hasta la percibida en la inseguridad ciudadana, particularmente en las periferias de marginación de nuestras sociedades, incluyendo la violencia estructural y silenciosa, pero verdaderamente mortífera, que genera, desde la desigualdad y la injusticia, carestías, hambrunas guerras y todas sus consecuencias perniciosas. En medio de estos miedos del mundo y de la Iglesia Jesús resucitado se hace presente en medio de nosotros para reiterarnos su mensaje de paz, que nace del Espíritu que él tiene y que comunica. La paz se construye con Su Espíritu, de sacrificio, de perdón, de entrega, de fidelidad a la verdad, de solidaridad con los últimos, de servicio a todos y de liberación de los pobres y marginados. Ese Espíritu es el que Jesús comunica.

La resurrección de Cristo es el acontecimiento decisivo de transformación del ser humano en su proceso evolutivo filogenético, pues el Espíritu de Cristo da un nuevo vigor al ser humano que quiera recibirlo. La victoria sobre la muerte y sobre el mal es el comienzo de la nueva creación. Jesús, Señor de la muerte y la vida, sigue dando su aliento de vida, soplando su fuerza de amor e infundiendo su Espíritu divino a la humanidad entera. Juan cuenta la comunicación del Espíritu Santo por parte de Jesús de manera mucho más personal que Lucas en pentecostés, pues Jesus transmite como un nuevo aliento y un nuevo brío:"Reciban Espíritu Santo". La ausencia del artículo determinado ante la palabra "Espíritu" acentúa el carácter cristocéntrico. Lo que reciben los discípulos es el mismo Espíritu de Cristo.

En el segundo relato de la creación del libro del Génesis (Gn 2, 4-25) se cuenta que el hombre recibió el aliento de Dios y se convirtió en ser vivo. De modo semejante, en la nueva creación el ser humano recibe el aliento de Jesús y se convierte en Hombre Nuevo. Este cambio cualitativo en el hombre es un fenómeno del Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos, y que ha convulsionado la tierra entera difundiendo por doquier la potencia de su amor. Este Espíritu se hace presente en la historia de modo singular como palabra generadora de vida nueva. La palabra es soplo, aliento, aire y espíritu articulado, cuya potencia es vital. Pero Jesús lo sigue haciendo desde dentro de la historia, en medio del sufrimiento y de la injusticia de la vida humana, a través de la palabra y del testimonio de los creyentes.

El primer fruto del Espíritu Santo es la capacidad para perdonar y para hacerlo en nombre de Dios. El perdón de Dios es el gran don del Resucitado a su Iglesia para que ésta lleve a cabo la evangelización en el mundo y para ser en el mundo instrumento de la paz. Al conferir a sus apóstoles el poder de remitir los pecados, el Señor no instituye tan solo el sacramento de penitencia sino que comparte su triunfo sobre el mal y su autoridad sobre el pecado. Actualizando el mensaje podríamos decir que generar una cultura de Perdón, donde se sepa pedir perdón y perdonar, es una gran tarea de la nueva evangelización, especialmente en los contextos sociales, donde la palabra "perdón" apenas forma parte del lenguaje habitual y cotidiano.

La falta de fe de Tomás revela dos aspectos que pueden servirnos a nosotros para revisar nuestra propia fe. Tomás no cree en la comunidad de la Iglesia que transmite claramente la fe: "Hemos visto al Señor". Tampoco cree en Jesús hasta que lo ve físicamente con las marcas indiscutibles de su identidad como crucificado. El evangelista repite todos los datos de la primera aparición, y reorientando la atención hacia la grandeza de la fe, que consiste en la acogida del mensaje de los apóstoles y en la superación de la percepción de los meros sentidos para experimentar la presencia del Resucitado en la Iglesia. Con la fórmula de una sentencia de bienaventuranza al estilo sapiencial concluye Jesús sus palabras a Tomás: "Dichosos los que creen sin haber visto" y felicita así a los creyentes de toda la historia. Creer en Jesús requiere la mediación de la palabra y el testimonio de la Iglesia y reconocer en el Crucificado la Vida Nueva comunicada por Dios al mundo, mediante la resurrección de su Hijo, el Mesías.

Las señales corporales de Jesús, las huellas de su crucifixión en las manos y el costado muestran la continuidad entre el Jesús de la historia y el resucitado. Sin embargo el resucitado marca una ruptura con la historia ya que la novedad de vida que él tiene y que comunica a los humanos ya no está sometida a la muerte y es eterna. Así se pone de relieve que el espíritu de amor y de entrega que vivió Jesús hasta el sacrificio en su vida mortal, con su mensaje de verdad y de justicia, de perdón y de paz no podía quedar retenido en la tumba de la muerte. Por eso Dios Padre lo resucitó de entre los muertos y a través de él sigue regenerando a los seres humanos y comunicándoles vida, alegría, paz, perdón y fraternidad.

Estos son los grandes dones del resucitado a través de su Espíritu que desde el principio de la iglesia va suscitando comunidades cristianas vivas caracterizadas por la comunión fraterna, la escucha del mensaje apostólico, la celebración eucarística, la oración y la solidaridad en el compartir los bienes (Hech 2,42-47). Con el Espíritu del Crucificado y Resucitado los Apóstoles y los hermanos daban testimonio de de la alegría del Señor Jesús, realizando signos y prodigios y generando ese nuevo estilo de vida que sirve como patrón de referencia de la Iglesia de todos los tiempos: la comunión de bienes, las relaciones de gratuidad y de servicio, la vida agradecida, el espíritu permanente de perdón, la atención solícita a las necesidades de los otros, especialmente de los pobres, la acción de gracias a Dios y la Eucaristía. Este estilo de vida es eminentemente misionero y comunica tanta vida y alegría que muchos otros se adherían a la fe y se incorporaban a la Iglesia.

La primera carta de Pedro (1 Pe 1,3-9) expresa la significación de la resurrección de Cristo en la vida humana con una palabra genuina y única en el Nuevo Testamento: la regeneración. La acción de regenerar es llevada a cabo por Dios en los creyentes en virtud de su gran misericordia y es como una nueva creación de Dios que infunde nuevos genes a los seres humanos para recrear al hombre desde el Resucitado. Con ese nuevo código genético injertado en la humanidad, ésta puede vivir siempre en la esperanza. La esperanza es el don divino que capacita para vivir la alegría permanente en la actividad cotidiana, especialmente en medio del sufrimiento inherente a la vida humana y con la perspectiva de un horizonte último de amor de Dios. La regeneración empieza con la vivencia del perdón misericordioso de parte de Dios que infunde nueva vida. Y con la esperanza va la alegría. La fe en Jesucristo suscita una alegría inefable que ni siquiera las condiciones adversas de la vida humana pueden arrebatar. Es la alegría en medio de la prueba del sufrimiento, aspecto paradójico del testimonio cristiano. En 1 Pe 1,7-8 esa realidad se refiere a la vinculación amorosa del creyente con la persona de Jesucristo. En el amor personal a Cristo y en la adhesión firme a su pasión como manifestación extrema del amor radica la autenticidad de la fe. Para los cristianos de la segunda generación y para nosotros, que tampoco hemos visto al Jesús histórico, la fe significa no sólo creer en aquél a quien no hemos visto y amarlo, sino también creer que lo que Jesús hizo y vivió, sobre todo a través de su pasión hasta la muerte, es fuente de vida y de alegría.

Con la imagen del aquilatamiento del oro, el más precioso de los metales, se pone de relieve lo más genuino de la fe cristiana, pues la prueba de fuego de la fe es el sufrimiento y el dolor. En los diversos sufrimientos de la vida humana se acrisolan las actitudes y los valores más dignos de la existencia verdaderamente humana, tales como el amor a fondo perdido a los enfermos, la solidaridad con los excluidos de la tierra y la lucha incansable a favor de los más pobres, pues todos estos son, en realidad, los crucificados del presente. En la confrontación con tanto dolor y tantas penas de la vida se puede mostrar la excelencia incomparable de la fe auténtica, la cual es portadora de una alegría inefable y de una resistencia incombustible.

Creer que Jesús es el Mesías e Hijo de Dios es el objetivo principal de los Evangelios. Lo dice explícitamente al final el Evangelio de Juan y Mateo lo afirmaba en la fe del centurión al pie de la cruz, tal como leíamos el domingo de Ramos. Para tener vida eterna, vida nueva y vida de Dios en nosotros es necesario concentrar nuestra fe en el crucificado y resucitado y orientar nuestra existencia según el espíritu que él nos comunica y nos debe llevar a hacer del perdón, de la alegría, de la paz, de la solidaridad en el compartir los bienes especialmente con los más pobres, el nuevo estilo de vida creyente y convincente de los miembros de la comunidad eclesial. De nuevo, feliz domingo de Pascua.

José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura