3ª semana de Pascua. Domingo A: Lc 24, 13-35

El tiempo de Pascua es de alegría porque Jesús resucitó. Esta es la gran verdad central de nuestra fe. Por eso los apóstoles lo predicaban con entusiasmo a todos. Así nos presenta hoy la primera lectura a san Pedro hablando el día de Pentecostés. Pero también el evangelio de este tiempo da fe en la resurrección por las apariciones que los discípulos tenían de Jesús resucitado. Son experiencias espirituales, muy difíciles de expresar, pero que quienes las tienen se dan cuenta con toda certeza de que Jesús vive, que ha resucitado y que todo lo que sufrió tiene un final feliz.

En este día la Iglesia nos recuerda la aparición a dos discípulos que iban aquella tarde del domingo a su aldea de Emaús. Iban tristes, muy desesperanzados. Habían puesto toda la ilusión en Jesús y ahora veían que todo se había terminado. Amaban a Jesús; pero su amor y su esperanza eran demasiado materialistas. Habían puesto su esperanza en un mesianismo solo material. Por eso dice el evangelista que sus ojos estaban cerrados cuando se acerca Jesús y se pone a caminar junto a ellos. Jesús ve el amor y quiere corregirles en sus ideas falsas sobre el Mesías. Podemos decir que juega un poco con ellos, va apareciéndose poco a poco. Primero es un caminante algo entrometido, luego se hace un caminante interesante, porque comienza a explicarles las Escrituras. Jesús nunca nos abandona, si por lo menos tenemos amor. A los dos discípulos les agrada hablar sobre Jesús con aquel caminante.

A muchos de nosotros nos puede pasar como a aquellos dos: tenemos sobre Jesús, y en general sobre todo lo de la religión, unos conceptos demasiado materiales. Pensamos en la religión para éxitos o ventajas materiales, o para ganar prestigio social o quizá para conseguir consuelos y regalos espirituales. Y cuando vemos que la religión verdadera está sobre todo en la cruz de cada día y en el servicio a los demás, nos echamos para atrás y volvemos al mundo viejo con costumbres mundanas.

A veces perdemos la poca esperanza que teníamos, por cualquier dificultad. Y no nos damos cuenta que Jesús camina con nosotros. Aunque no le reconozcamos, El va siempre con nosotros. Y nos escucha. Por eso es tan importante ponerse al habla con Jesús. El está junto a nosotros, porque es hombre-Dios resucitado, está en los pobres, está en la Iglesia, está sobre todo en la Eucaristía.

Aquellos dos discípulos, estimulados por la explicación que Jesús les había dado sobre la Escritura, quieren tenerle cerca y le invitan a que se quede con ellos para cenar. Entonces Jesús se hace plenamente reconocible en “el partir el pan”. La Iglesia siempre ha visto aquí como un esquema o símbolo de la Eucaristía. Primero asisten a la explicación de la Palabra de Dios y luego a compartir el pan con el mismo Jesús. Primeramente les había ido explicando cómo es necesario que el Mesías pasase por la cruz para luego llegar a la resurrección. Jesús con paciencia les devuelve la fe y la esperanza, y ellos recuperan la alegría y el amor.

Jesús camina con nosotros en nuestros quehaceres de cada día; pero de una manera especial está en la Misa. La misa tiene dos partes principales: Primeramente la explicación de la Palabra de Dios. Puede ser que esa misma explicación nos guste más o nos guste menos; pero Cristo está ahí presente iluminando nuestro corazón. Por eso debemos abrir nuestro corazón a esa presencia de Jesús por medio de la Palabra de Dios. Y luego viene la Eucaristía, donde “damos gracias a Dios” por la presencia real de Jesús entre nosotros. Jesús quiere compartir su propio cuerpo y sangre. Es un solo acto de culto con dos partes. Y como en esta vida no es todo recoger frutos gloriosos, sino que hay que sembrar, compartir, trabajar y servir, debemos hacer como los dos de Emaús: Si sentimos que Jesús verdaderamente ha resucitado en nuestra vida, debemos compartirlo con los demás. Nuestra vida para los otros debe ser una vida donde se manifieste Jesús resucitado.