2ª semana de Pascua. Martes: Jn 3, 5ª. 7b-15

Nicodemo era un buen hombre que buscaba la salvación. Había oído hablar de Jesús, o quizá le había oído hablar a El, por lo cual su admiración era grande; pero las ideas no encajaban con sus ideas y su vida, como eran las de los fieles fariseos. Ellos buscaban el reino de Dios; pero creían que vendría por el cumplimiento exacto de las leyes dadas por Moisés y que estaban en las Sagradas Escrituras. Por eso Nicodemo en una noche, quizá para no ser visto, quiere dialogar con Jesús.

Jesús le habla de que la salvación no consiste sólo en el cumplimiento de unas leyes externas, sino sobre todo de otra vida en el Espíritu. Nicodemo, amarrado por sus conceptos de vida religiosa externa, no entiende lo de “otra vida”, porque piensa que habría que volver a nacer otra vez. De hecho la vida en el Espíritu es como volver a nacer otra vez. San Juan en el evangelio, preocupado por hacer catequesis, al mismo tiempo que narra la vida y mensajes de Jesús, propone el bautismo como inicio de esa misma vida nueva. Pero la acción del Espíritu no es sólo en el bautismo, sino que impregna toda la vida. Esta es la conversión, que no sólo es para un momento, sino que continuamente debe estar realizándose en esa unión entre la iniciativa divina, que no puede faltar, y la decisión auténtica del ser humano.

Los fariseos, atendiendo, como estaban, sólo al cumplimiento externo de los preceptos, no tenían capacidad para escuchar al Espíritu y a las exigencias de la libertad que Jesús proponía. Les pasaba como los que no saben por dónde sopla el viento. Hay que estar, por lo tanto, muy atentos al soplo del Espíritu. Dios no violenta, pero sí nos inspira y aconseja. Por esto nuestro espíritu y corazón debe estar libre de muchas ataduras externas. Ya san Juan Bautista había predicado la urgencia de liberarse de varias conductas, especialmente las que llevan a la injusticia. Jesús quiere que Nicodemo pueda dar el salto a una nueva manera de sentir la relación con Dios.

Esta relación con Dios viene a través de Jesús. Él se muestra como el testimonio fiel de las cosas celestes. Por ello es necesario comprender el misterio de la cruz. Aquí con palabras muy resumidas, parte dichas por Jesús en ese momento, parte como resumen teológico de san Juan, nos enseña, como decía Juan Pablo II, que “la Cruz es la inclinación más profunda de la Divinidad hacia el hombre”. Lo que Nicodemo había aprendido sobre la serpiente de bronce, como signo de salvación temporal, lo iba a ser de una manera completa y definitiva la mirada a la cruz de Cristo, de donde nos viene la total salvación.

Mirar la cruz no debe ser sólo un acto externo, como estaban acostumbrados los fariseos a realizar los actos religiosos. Se trata de “mirar con fe”. Se trata de decidirse a aceptarle como el que nos salva y entregarse de corazón. Mirar de verdad es seguir su camino. Para ello lo primero será el estar persuadidos de que necesitamos salvación de nuestros pecados. De nada nos sirve que creamos en Cristo, si seguimos esclavos de la maldad. Dios quiere que seamos portadores de su amor, de su gracia, de su vida.

A veces todas estas palabras nos suenan un poco como de teoría. El hecho es que, en concreto, no podemos unirnos con Cristo, si no nos unimos con la Iglesia. La Iglesia es el signo concreto que Dios ha elevado en el mundo para que por ella todos puedan unirse a Cristo, y desde ella puedan encontrar en Él el perdón de los pecados y la vida eterna. Por eso la Iglesia no puede desenvolverse por criterios mundanos. La vida de la Iglesia no es (no debe ser) una burocracia sino un servicio de amor fraterno.

Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y se salve. Este cambio profundo es lo que Jesús llama “nacer de nuevo”. Es alcanzar la condición de hijos de Dios, que no lo podemos hacer por nosotros mismos. Por eso para mirar a Jesús en la cruz con fe, pidamos la ayuda o el soplo al Espíritu Santo, que está vivo con nosotros desde que nacimos en el bautismo a la nueva vida.