DOMINGO 3º. DE PASCUA, Ciclo A
UN COMPAÑERO DE VIAJE MUY SINGULAR
Si
me pusieran a escoger un texto de la Escritura que refleje al rojo vivo la
humanidad de Cristo, pero al mismo tiempo la otra parte de su personalidad, su
divinidad, yo escogería el pasaje de los discípulos de Emaús, del Apóstol San
Lucas. Se trata de dos discípulos, muchachos seguramente, que inquietos como
gente de su edad y haciéndose eco de la decepción y la desilusión de muchos de
los discípulos, tomaron el camino de regreso a su tierra, un pueblecito a
treinta kms de Jerusalén. Ya sentían las críticas de
sus gentes en un pueblecito donde todo se sabe: “Ya ven,… se los decíamos, eso
no los iba a conducir a nada,… fiarse de extraños no deja nada bueno, y ahí se
fueron ustedes hasta de boca nomás los
llamó ese hombre llamado Jesús…que además no es de nuestra religión y ahí anda
diciendo quién sabe qué cosas…”. Pero fuera de las críticas que encontrarían,
pesaba sobre ellos la desilusión de la muerte de Cristo el Salvador. Con aires
de fracaso, pero su conversación era sobre el mismo tema, el que Cristo no les
hubiera cumplido la palabra de resucitar. En eso iban cuando un personaje se
les emparejó de pronto en el camino e
inmediatamente los abordó preguntándoles porqué esa cara de tristeza y esos
pasos de desilusión. Ellos no lo
conocían, pero el fulgor de sus ojos inspiraba confianza y su caminar sereno
era una invitación a la intimidad. Ellos lo ponen al tanto de lo ocurrido esos
días en Jerusalén y en seguida, sin más ni más, comienza con gran delicadeza
a explicarles que eso, lo de su pasión y
su muerte, ya estaban previstos, que la pasión tendría que ser necesariamente
el camino de la victoria y de la resurrección. El desconocido los tomaría
seguramente de los hombros para hacerles
sentir su cercanía y para interesarlos en su conversación. Y a tal grado llegó el interés que el extraño
suscitó en ellos, que lo invitaron a que se quedara con ellos esa noche. Los
orientales son muy dados a la hospitalidad, y por tal motivo, lo sentaron a la
mesa en el lugar principal y le pidieron que partiera el pan que era
tradicional para toda la familia.
Estando ya con ellos a la mesa, “tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se los dio”. Es en este momento cuando ocurre algo extraordinario
y lo que desencadenó una serie de circunstancias. En cuanto el extraño partió
el pan, se dieron cuenta que el que los había acompañado y quien había sido su
huésped esa noche, era precisamente Jesús que efectivamente había vuelto para
quedarse para siempre con ellos. Pero en ese momento se desapareció. Fue el momento de la Eucaristía, la “fracción
del pan” como fue conocida por siglos la Eucaristía. Y entonces, entraron
dentro de sí y se dieron cuenta que cuando el desconocido les explicaba las
Escrituras, el corazón les ardía por dentro. Pero no quisieron quedarse con su
alegría ellos solos. Si se habían separado de la
comunidad en Jerusalén, tenían la necesidad de volver a ella para comunicarles
su alegría y suscitar en los demás la fe en Cristo ya que ellos se les había
dado a conocer.
Ya
habrán imaginado mis lectores que el momento que los discípulos vivieron con
Jesús, nosotros lo podemos experimentar en cada Eucaristía, pero tendríamos que
ir como los muchachos, que contaban sus cosas, su problema, que se abrieron al
corazón del desconocido que los tomó para sí y con una gran delicadeza los
instruyo en las cosas de la fe, para convertirlos en auténticos discípulos de
su Resurrección. Luego también nosotros tendríamos que tener la atención que le
brindaron a Cristo, para desembocar en la hospitalidad, en la apertura a los
demás, que les ganó el haber podido participar del momento Eucarístico. Sería
la culminación de la vida de los cristianos que hasta ahora sólo se quedan
distraídos en las bancas de la iglesia, viendo que los minutos pasan y que no
acaba de terminar las cosas que el “padrecito “hace sobre el altar. Finalmente,
una vez que los creyentes comulgan con Jesús, tendrían que correr y correr y
correr no para librarse del tormento de la Misa, sino para anunciarle al mundo
lo de la Resurrección de Cristo que alegra al mundo y le da la seguridad de su
propia resurrección. Dignifiquemos, pues, nuestra Eucaristía y sintamos la
presencia viva de Cristo que nos salva y nos envía de misioneros a nuestro
mundo para hacerlo más cristiano, más humano, más justo y más fraternal.
Pbro.
Alberto Ramírez Mozqueda