Jesús caminaba junto a dos hombres que sólo iban a
Emaús.
Hoy, Domingo III de Pascua,
continúa la Liturgia en tono de júbilo, porque Cristo ha resucitado. El
“Aleluya” sigue resonando como un grito de celebración victoriosa, pues Jesús
ha vuelto de la muerte a la Vida, para comunicarnos esa Vida a nosotros. En el
Evangelio (Lc. 22, 13-35) vemos el
famoso pasaje de un camino, el camino entre Jerusalén y un poblado situado a
unos once kilómetros de distancia, llamado Emaús.
Jesús caminaba junto a dos
hombres que sólo iban a Emaús. Estos andaban un camino muy corto; Aquél
resucitado acababa de comenzar con su vida y con su entrega a la muerte un
camino mucho más largo y ambicioso, el camino del hombre, de todo hombre hacia
el Reino de Dios. En efecto, en los dos de Emaús estamos representados todos
los cristianos.
El mensaje que nos quiere
dar este relato es que reconozcamos a Jesús resucitado en nuestra vida, pero
sobre todo en la eucaristía: al escuchar la Palabra del resucitado y al partir
el Pan; que, al mismo tiempo, implica la misión de anunciarlo a los demás. Esta
enseñanza tiene lugar, en un día como hoy, “el primer día de la semana”, Día
del Señor, es un día destinado a que los ojos se nos abran después de
participar en la escuela de la Palabra y en la fracción del pan: comiendo el
pan de la Palabra y el Cuerpo y la Sangre del Resucitado.
Por tanto, las vías de
acceso para encontrar de forma viva y personal a Jesús son a) la Palabra. “Les
explicó las Escrituras… ¿no ardía nuestro corazón mientras nos hablaba?”, b) la
Eucaristía: “Se les abrieron los ojos y lo reconocieron… y contaron cómo le
habían reconocido al partir el pan”, c) la comunidad: “Y se volvieron a
Jerusalén, donde encontraron reunidos a los once con sus compañeros, que les
dijeron: es verdad, ha resucitado el Señor”.
Los cristianos tenemos un
momento en el que partimos el pan y oímos las Escrituras: es la Misa…; en ella,
Jesús se nos hace presente y se nos ofrece como alimento. Finalmente nos
levantamos y volvemos al lugar de donde hemos venido, nos disponemos a rehacer
el camino, a vivirlo con nueva ilusión, a anunciar a los demás la alegría de
haber visto al Señor.
Qué importante es que
participemos en plenitud de la Misa para salir con el corazón enardecido,
reanimados para vivir la experiencia del encuentro con Jesús durante la semana
y hacerla vida propia. Pero esto, a condición que nos encontremos con Cristo en
la fracción del pan, alimentados con la Eucaristía…
Por tanto, intentemos
seriamente, sacerdotes y laicos, vivir el encuentro semanal con Cristo como
algo trascendente para nuestra vida cristiana, como el momento más importante
del día, ese momento que deje en cada uno de nosotros, la misma impresión
indeleble, que el encuentro con Cristo, dejó en los discípulos de Emaús.
No nos dejemos atrapar por
la indiferencia y el pesimismo. Renovemos semanalmente el impulso que nos hace
seguir a Jesucristo. Que salgamos con el deseo de contarle a los que no han
venido la gran nueva que los de Emaús dieron a los discípulos de Jerusalén: es
cierto que Jesucristo ha resucitado. Con esta conciencia de la presencia de
Jesús entre nosotros podremos superar el pesimismo y el desaliento, y decirle
con el corazón al Divino Caminante: Porque anochece ya, porque es tarde, Dios
mío, porque temo perder las huellas del camino, no me dejes tan solo y quédate
conmigo. Porque he sido rebelde y he buscado el peligro y escudriñé curioso las
cumbres y el abismo, perdóname, Señor, y quédate conmigo. Porque ardo en sed de
ti y en hambre de tu trigo, ven, siéntate a mi mesa, bendice el pan y el vino.
¡Qué aprisa cae la tarde! ¡Quédate al fin conmigo!
La compañía de Jesús
eucarístico es siempre santificadora; la Eucaristía, por más desolados que
estemos, tiene una eficacia insospechada. “Quédate con nosotros, Señor, porque
ya es tarde”. Con Jesús eucarístico todo se ilumina, los fantasmas y temores
huyen. ¡Es Jesús, pero transfigurado! Jesús quiere que pasemos de una visión
materialista a una visión de fe.
Pensemos: ¿por qué a veces
nos pasa en la celebración de la Eucaristía dominical que nuestros ojos no
se abren para reconocer a Jesús y nuestro corazón no arde cuando
escuchamos las Escrituras? ¿Por qué regresamos a casa con el corazón angustiado
como cuando vinimos? ¿No será porque no hemos reconocido al Señor en las
Escrituras y al partir el pan?
Que María encienda nuestro
corazón, de forma que se abran igualmente nuestros ojos, y reconozcamos a Jesús
al partir el pan.