Domingo, 29 de Mayo de 2011. 6º de Pascua A: Jn
14, 15-21
Podemos comenzar recordando
una frase que hoy nos dice san Pedro en la 2ª lectura (I Pe 3, 15): “Estad
siempre dispuestos a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pida”.
La verdad es que el mundo nos pide razón de por qué creemos, por qué esperamos,
por qué confiamos en la bondad de Dios en medio de tantos sufrimientos, en
medio de injusticias y persecuciones. Y debemos decir que es por el amor del
Padre del cielo, en que Jesucristo ha padecido por nosotros y ha resucitado y
que nos da la posibilidad de llegar a la plenitud de nuestra existencia en
Dios.
Hoy vemos en el evangelio
que Jesús está consolando a sus discípulos en la Ultima Cena. El ha
dicho que se vuelve a su Padre, y que les va a preparar allí una estancia para
cada uno. Esto no les consuela demasiado, porque sólo piensan en que ya van a
estar separados y sólo les quedará su recuerdo y su enseñanza. Así parece que
piensan hoy muchos, también entre los cristianos. Pero Jesús les dice a los
apóstoles, y a nosotros también, que no les abandona. Nosotros sabemos que
Jesús permanece en el prójimo, especialmente en la comunidad creyente, en su
Palabra, en sus sacramentos, y muy
especialmente en la
Eucaristía; pero hoy nos dice que no nos deja porque estará
en su Espíritu, el Espíritu Santo.
La Iglesia es algo más que una organización social. Su misterio
interior se basa sobre todo en la presencia de Jesús Resucitado y en la acción
vivificadora del Espíritu. Este es el mayor don que Jesús Resucitado da a los
apóstoles, un don que ahora les promete. Jesús le llama el Defensor o el
Consolador; pero dice también que es el Espíritu de verdad, a quien el mundo no
puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Es decir, que la acción del
Espíritu es totalmente diferente de la acción del mundo, envuelto en mentiras,
injusticia, opresión, idolatría del dinero y el poder. Esto es lo que
encontramos, si examinamos las noticias que se dan en TV o cualquier medio de
comunicación. Existe también mucho amor y entrega; pero poco suele salir en las
noticias. Los discípulos de Jesús deben comprometerse con los valores del
Espíritu, que es amor, solidaridad, justicia, paz y fraternidad. Por lo tanto,
dirá Jesús, es todo un compromiso con sus mandatos, que se reducen al amor: a
Dios y al prójimo.
El Espíritu es el encargado
de asegurar la presencia permanente de Cristo en la Iglesia y de que la obra
de la salvación vaya siendo interiorizada y asimilada por sus seguidores. Pero
nos deja en libertad y seguimos metidos en medio del mundo. Y como es tan difícil
separar el trigo de la cizaña, tenemos mucha parte de malo. Por eso debemos
dejarnos guiar por el Espíritu. El está con nosotros. No se trata de una
presencia universal, como Dios está en todas las cosas, sino de una presencia
personal e íntima. Es como la presencia plena de un amigo, que mora en medio de
nuestro corazón. Lo que pasa es que no quiere violentar, sino que es una
presencia oculta, sólo perceptible por la fe. Cuando la fe es grande, la
llamada del Espíritu se hace más sensible. La triste realidad es que estamos
aturdidos con tanto ruido externo, que no llegamos a sentir la voz suave y
susurrante del Espíritu.
La promesa del Espíritu
está estrechamente unida al mandamiento del amor. En el cumplimiento del
mandamiento manifestamos la presencia del Espíritu, que anima a toda la Iglesia. Hoy en la
primera lectura aparece esta efusión del Espíritu en la primitiva iglesia de
Samaría. Allí los apóstoles por el sacramento de la Confirmación
(o imposición de las manos) reafirmaron la presencia del Espíritu.
También hoy el Espíritu
consolador quiere serlo a través de nosotros. Somos como sus manos y sus pies.
Pidamos que se nos dé el Espíritu de fortaleza para poder luchar contra el mal,
el Espíritu de paciencia para soportar las pruebas. Y sobre todo que nos dé el
Espíritu de amor y de alegría para sentirnos dichosos de ser hijos de Dios y
poder vivir en una intimidad plena de amor en Dios Padre, Hijo y Espíritu
Santo.