Hch 1,1-11; Sal 46,2-3. 6-7. 8-9; Ef 1,17-23; Mt 28,16-20
La Ascensión Del señor
Hoy la Santa Iglesia celebra el misterio de la Ascensión del Señor. En el Credo encontramos
afirmado que Jesús “subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre”. La
vida terrena de Jesús culmina con el acontecimiento de la Ascensión, es decir,
cuando Él pasa de este mundo al Padre y es elevado a su derecha.
Con la Ascensión, Jesús no partió, no se ha “ausentado”; sólo ha
desaparecido de la vista. Quien parte ya no está; quien desaparece puede estar
aún allí, a dos pasos, sólo que algo impide verle. En el momento de la
ascensión Jesús desaparece, sí, de la vista de los apóstoles, pero para estar
presente de otro modo, más íntimo, no fuera, sino dentro de ellos. Sucede como
en la Eucaristía; mientras la hostia está fuera de nosotros la vemos, la
adoramos; cuando la recibimos ya no la vemos, ha desaparecido, pero para estar
ya dentro de nosotros. Se ha inaugurado una presencia nueva y más fuerte.
San Lucas al inicio de los Hechos de los Apóstoles, pone de
relieve que este acontecimiento es como el eslabón que engancha y une la vida
terrena de Jesús a la vida de la Iglesia. Aquí san Lucas hace referencia
también a la nube que aparta a Jesús de la vista de los discípulos, quienes
siguen contemplando al Cristo que asciende hacia Dios (cf. Hch 1, 9-10). Intervienen entonces dos hombres
vestidos de blanco que les invitan a no permanecer inmóviles mirando al cielo,
sino a nutrir su vida y su testimonio con la certeza de que Jesús volverá del
mismo modo que le han visto subir al cielo (cf. Hch
1, 10-11). Es precisamente la invitación a partir de la contemplación del
señorío de Cristo, para obtener de Él la fuerza para llevar y testimoniar el
Evangelio en la vida de cada día: contemplar y actuar, ora et labora -enseña
san Benito-; ambas son necesarias en nuestra vida cristiana.
La presencia de Jesús nos urge a caminar, no podemos quedarnos “ahí parados
mirando al cielo”. Necesitamos ponernos a trabajar en la personal salvación y
en la salvación de los hermanos; desde al trabajo, desde la propia realidad…,
Jesús nos quiere testigos de su presencia. Así nos podemos preparar para ser
bautizados con el Espíritu Santo”, Él es fuerza de Dios en nuestra debilidad.
Esta semana es tiempo de oración y reconciliación para prepararnos a
Pentecostés, a tener la experiencia de la presencia del divino Consolador, y
llenarnos de serenidad, ciencia y fortaleza.
Se ha hecho célebre la afirmación de Pablo VI: «El mundo tiene necesidad
de testigos más que de maestros». Es relativamente fácil ser maestro, bastante
menos ser testigo. De hecho, el mundo bulle de maestros, verdaderos o falsos,
pero escasea de testigos. Entre los dos papeles existe la misma diferencia que,
según el proverbio, entre el dicho y el hecho… Los hechos, dice un refrán
inglés, hablan con más fuerza que las palabras.
El testigo es quien habla con la vida. Un padre y una madre creyentes
deben ser, para los hijos, “los primeros testigos de la fe” (esto pide para
ellos la Iglesia a Dios, en la bendición que sigue al rito del matrimonio).
Pongamos un ejemplo concreto. En este período del año muchos niños [y jóvenes]
se acercan a la primera comunión y a la confirmación. Una madre o un padre
creyentes pueden ayudar a su hijo a repasar el catecismo, explicarle el sentido
de las palabras, ayudarle a memorizar las repuestas. ¡Hacen algo bellísimo y
ojalá fueran muchos los que lo hicieran! Pero ¿qué pensará el niño si, después
de todo lo que los padres han dicho y hecho por su primera comunión, descuidan
después sistemáticamente la Misa los domingos, y nunca hacen el signo de la
cruz ni pronuncian una oración? Han sido maestros, no testigos.
El testimonio de los padres no debe, naturalmente, limitarse al momento
de la primera comunión o de la confirmación de los hijos. Con su modo de
corregir y perdonar al hijo y de perdonarse entre sí, de hablar con respeto de
los ausentes, de comportarse ante un necesitado que pide limosna, con los
comentarios que hacen en presencia de los hijos al oír las noticias del día,
los padres tienen a diario la posibilidad de dar testimonio de su fe. El alma
de los niños es una placa fotográfica: todo lo que ven y oyen en los años de la
infancia se marca en ella y un día «se revelará» y dará sus frutos, buenos o
malos.
La Ascensión, por tanto, no indica la ausencia de Jesús, sino que nos
dice que Él vive en medio de nosotros de un modo nuevo; ya no está en un sitio
preciso del mundo como lo estaba antes de la Ascensión; ahora está en el
señorío de Dios, presente en todo espacio y tiempo, cerca de cada uno de
nosotros. En nuestra vida nunca estamos solos: contamos con este abogado que
nos espera, que nos defiende. Nunca estamos solos: el Señor crucificado y
resucitado nos guía; con nosotros se encuentran numerosos hermanos y hermanas
que, en el silencio y en el escondimiento, en su vida de familia y de trabajo,
en sus problemas y dificultades, en sus alegrías y esperanzas, viven
cotidianamente la fe y llevan al mundo, junto a nosotros, el señorío del amor
de Dios, en Cristo Jesús resucitado, que subió al Cielo, abogado para nosotros.