DOMINGO DE PENTECOSTÉS, Ciclo A
UN ESPIRITU DE AMOR AL SERVICIO DE LOS
HOMBRES
Ha llegado la
fiesta del Espíritu Santo, y con ella, la alegría de un abogado, de un defensor
y de un incansable compañero de los hombres hacia la casa del Padre, tan
infatigable como lo fue con la persona misma de Cristo Jesús mientras vivió
entre nosotros. Los teólogos se
esforzarán por darnos detalles de la naturaleza, la fuerza y la potencia del
Espíritu Santo de Dios, y nuestro empeño en este día, será gozarnos de la
obra de ese mismo espíritu entre nosotros.
Una primera
manifestación del Espíritu Santo fue precisamente la Creación de nuestro mundo.
Algo que tiene inquietos a los hombres que se esfuerzan por darnos teorías y
más teorías sobre cómo fue la aparición de nuestro mundo y del hombre sobre la tierra.
Nosotros decimos sencillamente que brotó de las manos de Dios. Todo este mundo maravilloso, esos astros que
se mueven a velocidades vertiginosas, toda esa armonía con la que se desplazan,
toda la serie de seres sobre la superficie de la tierra y todos los incontables
animales que pululan bajo las aguas de
los mares, tuvieron su origen en las manos maravillosas y pródigas del buen
Padre Dios. Y no podemos olvidar al hombre, también salido de las manos de Dios,
con un destino maravilloso, hecho para la amistad, para el amor, para el gozo
filial en el Padre de todos los dones. Una amistad que se vio frustrada y que
se vio rota, quizá para siempre, de no haber sido por la intervención
maravillosa del mismo Creador que prometió restablecer la
comunicación perdida.
Para eso
fueron llamados los profetas, hombres del pueblo de Israel, pero que se hacían
tontitos, que se resistían y se resistían a hablar en el nombre del Señor. Éste tenía que hacerles “manita de puerco”
para que aceptaran el encargo de mantener viva la llama de la esperanza. Hubo
necesidad de quemar y purificar la boca de uno de los profetas, para decidirlo
a presentarse en medio de su pueblo con palabras de esperanza y de paz.
Pero la
respuesta que el Señor esperaba de los hombres, vino diáfana, clara, precisa y
confiada de los labios de una mujer, que supo ser madre, pero sobre todo Esposa
del Espíritu Santo. Cuando se le propuso
ser la Madre de Dios, la Madre del Hijo que el Señor determinaba enviar al
mundo, no lo pensó dos veces, no se puso pensativa ni respondió con evasivas,
su respuesta fue con un clarísimo “Si”, que transformo al mundo, pues le dio al
Hijo de Dios encarnado en el seno de esa mujer bellísima, que nosotros llamamos
María, esposa del Espíritu Santo, pues el fruto de su vientre fue obra del
Espíritu y no de una relación carnal entre hombre y mujer.
Así llega
Cristo al Mundo, Hijo de Dios, pero hijo de los hombres, que con corazón
divino, puede compadecerse de los hombres, pero que con corazón de hombre,
puede amar a sus hermanos los hombres, amándolos hasta el extremo de dar su
vida por ellos, y que puede también, en nombre de todos los hombres, levantar
sus manos puras pidiendo para los hombres, la bondad, la misericordia y el
perdón divinos.
El Espíritu
Santo no se separó de Cristo Jesús, era obra suya, pero sobre todo desde el
momento de su bautismo, pudo acompañarlo y presentarlo como el Hijo amado del
Padre en quien éste tenía todas sus complacencias, y él inspiraba toda aquella serie infinita de
acciones en pro de los hombres, dar de comer a los hambrientos,
compadecerse de sus enfermedades, señalar
caminos de gracia y de bondad, pero desde su mismo corazón compadecido del
hombre señalarle caminos de
salvación. Ese mismo Espíritu estuvo
presente en el momento dolorosísimo de la muerte de Jesús, pero también lo
estuvo durante su Resurrección, en su Ascensión gloriosa a los cielos, y
también impulsa fuertemente la nueva etapa de la salvación, haciéndose presente
en la vida de la Iglesia, que continúa la obra de salvación de Cristo en el
mundo. Él sigue impulsando en la Iglesia, la vocación de jóvenes que
renunciando a la paternidad en el mundo, se entregan al bien de sus hermanos,
él está asistiendo a las mujeres que ven que los hijos materiales no serán
nunca suyos, pero que ofrecen sus vidas para otra maternidad también
importantísima en el mundo. Y el
Espíritu Santo sostiene la mano de algunos
hombres, para que levantándola, puedan resucitar a los muertos, dándoles
la vida de la gracia y puedan abrir los ojos de los hombres, abriéndolos a la salvación eterna. El
Espíritu Santo está en el corazón de los hombres que saben sonreír y dar la
mano para otros puedan levantarse de su postración y alabar al Señor. Demos gracias a Cristo Jesús que en su bondad
nos dejó a su Espíritu, invoquémoslo para que la obra de Salvación pronto
llegue su fin y podamos todos descansar en los brazos amorosos de nuestro Padre
Dios.
El Padre
Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios en
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