Solemnidad de Pentecostés/A

(He 2, 1-11; 1Co 12, 3-7.12-13; Jn 20, 19-23)

…efusión del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos junto con María, la Madre del Señor,…

Celebramos hoy la gran fiesta de Pentecostés, con la que se completa el Tiempo de Pascua, cincuenta días después del domingo de Resurrección. Esta solemnidad nos hace recordar y revivir la efusión del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y los demás discípulos, reunidos en oración con la Virgen María en el Cenáculo (cf. Hch 2, 1-11). Jesús, después de resucitar y subir al cielo, envía a la Iglesia su Espíritu para que cada cristiano pueda participar en su misma vida divina y se convierta en su testigo en el mundo.

El Espíritu Santo hoy se manifiesta como viento, como soplo vivificador. El Espíritu Santo es como el alma de la Iglesia, que infunde santidad y estabilidad, a pesar de todos los pecados y miserias de sus integrantes. Es soplo que barre toda escoria para dejar en cada corazón el aroma del cielo. Si la Iglesia fuera solamente una institución humana, hace tiempo que se hubiera corrompido y desaparecido totalmente; como sucedió a tantas empresas e imperios humanos. La Iglesia, a pesar de retrocesos, contramarchas y crisis terribles, permanece siempre con el aroma de lo esencial, pues el Espíritu es soplo que limpia y purifica. El Espíritu Santo, irrumpiendo en la historia, derrota su aridez, abre los corazones a la esperanza, estimula y favorece en nosotros la maduración interior en la relación con Dios y con el prójimo.

En uno de sus sermones, san Agustín llama a la Iglesia Societas Spiritus, sociedad del Espíritu (Serm71, 19, 32: PL 38, 462). Pero ya antes de él san Ireneo había formulado esta otra verdad: “Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia, y el Espíritu es la verdad; alejarse de la Iglesia significa rechazar al Espíritu” y por eso “excluirse de la vida” (Adv. haer. III, 24, 1).

El Espíritu Santo también se manifiesta como fuego. Ese viento se convierte también en fuego que arde por dentro y nos lleva a salir fuera a todas las periferias existenciales, como diría el Papa Francisco, para incendiar este mundo con la palabra del Evangelio. En Pentecostés nace la Iglesia misionera y ardorosa, lanzada a llevar el calor divino a todos los lugares del mundo. Siempre tendremos la tentación de volver al Cenáculo y a cerrar la puerta, especialmente cuando fuera soplan vientos de contradicción. Solamente el Espíritu nos dará fuerza para vencer esos miedos y parálisis, como hizo con los primeros apóstoles, que de apocados y miedosos, los convirtió en intrépidos y audaces mensajeros de la Buena Nueva, que llevaron con ardor misionero el mensaje de salvación de Jesús.

El Espíritu Santo se manifiesta como lengua. La lengua del Espíritu Santo es una: la caridad, que nos une a todos en un mismo corazón y una misma alma. Y con esa lengua, la caridad, formamos un solo cuerpo en Cristo por el Espíritu (segunda lectura); y con esa lengua podemos hacernos entender por todas partes, como sucedió a los apóstoles, y llevar a todo el mundo el mensaje del amor y perdón traído por Cristo a este mundo (primera lectura y evangelio). Lo que destruye esta lengua del Espíritu son los mil dialectos ideológicos que a veces queremos hablar en las relaciones con los demás para defender nuestro egoísmo, nuestros intereses y nuestras ambiciones. En el Cenáculo, donde el Espíritu Santo es infundido, las diferencias y las divisiones son superadas. La verdadera unidad sólo proviene de Dios Espíritu que es principio de cohesión (segunda lectura).

Por consiguiente, en el gran “abrazo” de Pentecostés, la misma persona de Jesús, Resucitado y Ascendido al cielo, se hace presente, hasta el fin de los tiempos, en todos sus discípulos y, a través de ellos, por obra del mismo Espíritu, se dilata en un eterno respiro de misericordia. Para esta obra divina la realidad de la Persona y del Amor salvífico de Cristo no permanece “lejana”, ésta presencia es la raíz misma de nuestro ser, la nueva realidad en la cual vivimos, aquella fuerza de Amor que “habita” en nosotros y que pide, durante la peregrinación terrena, poder actuar en el mundo a través de nosotros.

Este es el misterio de Pentecostés:  el Espíritu Santo ilumina el corazón humano y, al revelar a Cristo crucificado y resucitado, indica el camino para llegar a ser más semejantes a él, o sea, ser “expresión e instrumento del amor que proviene de él” (Deus caritas est, 33). Reunida con María, como en su nacimiento, la Iglesia hoy implora: “Veni, Sancte Spiritus!”, “¡Ven, Espíritu Santo! Llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor”.