Domingo de la Santísima Trinidad A: Jn 3, 16-18

   Es bueno comenzar hoy con el saludo con que comienza siempre la misa y que termina el apóstol san Pablo en su 2ª carta a los Corintios y hoy nos trae la 2ª lectura: “La gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo esté con vosotros”. Hoy nos fijamos en la naturaleza de Dios y celebramos la grandeza que El mismo ha querido revelarnos de su ser, que redunda en nuestra propia grandeza. Sabemos bien que Dios es Uno y sólo puede ser uno; pero son tres personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Esto es un misterio tan grande que supera la capacidad de nuestra inteligencia. Por lo menos debemos entender que Dios es tan grande que puede haber en El cosas que superan nuestro entender.

A través de la historia Dios ha ido revelando cómo es El. Pasa como en el entender, que con la edad vamos comprendiendo más las cosas. Así Dios en el Ant. Testamento dio a conocer ante todo la Unidad de su ser, para diferenciarse de los muchos dioses que solían tener los humanos. También fue revelando que es increado, a diferencia de las cosas creadas. También que es inmenso, eterno y todopoderoso. Poco a poco se iba revelando como un Padre, que atiende a su pueblo. Pero con Jesús “se derramó plenamente la gracia” revelándonos el amor de Dios hasta hacerse hombre para salvarnos y venir el Espíritu Santo para darnos la verdadera vida y poder ser nosotros templos de la Santísima Trinidad.

Esta es la gran verdad que Jesús nos enseñó y hoy se realza al celebrar a Dios en este maravilloso misterio de la Trinidad: Dios es amor. Y porque es amor, es el ejemplo para nosotros. Hemos sido creados “a imagen y semejanza de Dios”. Por lo tanto cuanto más crezcamos en el verdadero amor, más seremos imagen y semejanza de Dios. Amor puro y noble, que es saber olvidarse de sí mismo, renunciar al propio egoísmo, para pensar en el bien y en la felicidad de la persona amada. Dios se manifiesta como un Padre bueno o la más tierna de las madres. Y porque nos ama, quiere hacernos partícipes de su misma vida divina; quiere lo mejor para nosotros, que es sobre todo la salvación eterna.

Esto es lo que nos quiere decir el evangelio de hoy: Porque nos ama, Dios Padre nos entrega a su Hijo para salvarnos. Este amor es para cada uno de nosotros un amor entregado y universal, aunque se fija principalmente en el débil. Ya lo había dicho en el Ant. Testamento, como lo dice la 1ª lectura: “Dios es compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en clemencia y lealtad”. Todo esto contrasta con la infidelidad del pueblo que llegó a adorar al becerro de oro.

El hecho de que Dios es amor es lo que nos hace atisbar un poco este misterio de la Trinidad. Porque el amor nunca es soledad ni aislamiento, sino que es comunión, cercanía, diálogo y alianza. Y si esto es respecto a nosotros, es porque primeramente lo es en Dios mismo. Hay muchas caricaturas de Dios: Algunos lo ven sólo dentro de sus ideas con un vacío moral que no llena las vivencias del corazón. Y esto les lleva a un materialismo ateo. Para otros es como el dios de los fariseos, muy legalista y utilitario. Para otros es un dios espiritualista sin relación con las necesidades ajenas. Para nosotros Dios es sobre todo amor, que lo es en sí y nos debe impulsar a imitarle.

En este día, cuando hagamos la señal de la cruz diciendo: “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, nos acordemos de que es Amor, se lo agradezcamos y nos comprometamos a tratar a los demás con mayor amor. Para que este amor con los demás sea noble y sincero, debemos fomentar nuestro amor con Dios, que puede ser dirigido a Dios Padre, que nos ha creado, o dirigido a Dios Hijo, Jesucristo, que vivió con nosotros, que resucitó y nos espera en el cielo, o al Espíritu Santo, que vive en nuestro corazón y nos da el aliento de vivir en la paz y la alegría cristiana.