Un Dios humanado,

 

El concepto “Dios” no entra en nuestro diario vivir, en nuestras filosofías y diccionarios; cuando más, lo confundimos con las necesidades más hondas o con el recetario médico de nuestro dolor. Si algo recrea nuestras fantasías es la imagen del “dios” hecho a nuestra medida y comodidad. Lo queremos lejos, que no importune, que se quede en sus asuntos y no en los nuestros, en el fondo, que nos deje vivir a nuestro antojo y capricho.

Ese “dios” así pensado y vivido, no es el DIOS bíblico, el Dios de Jesucristo y de sus seguidores. ¡No, jamás! El Dios de la Biblia es un Dios que ve nuestro dolor y escucha nuestro clamor. Es un Dios que camina con su pueblo, que sabe de humanidad, más aún, “experto en humanidad”, que comparte, se estremece ante el amigo, que sufre y llora. Lo que más gusta y ese celebra este Dios es nuestra libertad.

Fedor Dostoyevsky en el discurso de “El Gran Inquisidor” (Hermanos Karamazov, 1.V, c.5), dice que las tres cosas que más ansiamos los humanos son el “milagro”, el “misterio” y la “autoridad” para escapar al tormento más espantoso que es para el ser humano: La libertad. No así nuestro Dios. Él es Amor y el Amor para que sea verdadero tiene que ser libre… Él es luz y respeta profundamente hasta nuestra interioridad, nuestra conciencia.

El Dios Trino a quien celebramos como el verdadero Dios, lo es por la relación existencial nuestra con la trascendencia, con el mundo universo y con nuestro ser más íntimo. Experimentamos el don de la paternidad, el don de la filiación y el don del amor. No una paternidad a expensas del anonimato o una filiación sin parentesco o un amor pasajero. Dios se cuece a nuestra existencia con tal fuerza y ligación que expresa lo más sagrado de nuestro ser. Él comparte con nosotros/as hasta el detalle más banal de nuestra andadura.

Cochabamba 11.06.17

jesús e. osorno g. mxy

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