Domingo XIII Ordinario/A
2 Re 4,8-11. 14-16ª; Sal 88,2-3.
16-17. 18-19; Rom 6,3-4.8-11; Mt 10,37-42
“El que quiere a su padre o a su madre
más que a mí, no es digno de mi; el que quiere a su
hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mi”.
Jesús no nos
lo pone fácil, no! El evangelio de hoy empieza con
unas frases muy fuertes: “El que quiere a su padre o a su madre más que a mí,
no es digno de mi; el que quiere a su hijo o a su
hija más que a mí, no es digno de mi”.
Jesús habla
así, y da la impresión como si fuera un rival, un adversario de las personas
que tenemos a nuestro lado, de las personas que nos sentimos llamados a amar
más: nuestra familia. ¿Qué quiere decir esto?, ¿acaso Jesús está en contra de
la familia, y nos pide que la dejemos de lado y no nos preocupemos de ella?
Realmente,
¡nos resultaría muy extraño que Jesús nos pidiera semejante cosa! Sería
inhumano… Jesús no nos pide que dejemos de lado a la familia, o que no nos
preocupemos de ella. Pero sí nos advierte de los peligros que tenemos a la hora
de pensar en nuestra familia y en las demás cosas que tenemos cerca y queremos.
Jesús nos advierte de esto porque lo que él quiere, lo que él sí nos exige, es
que, en todo lo que vivimos, en todo lo que hacemos, pongamos por encima de
todo sus criterios: lo pongamos a él, a su Evangelio, por encima de todo.
El amor a
Jesucristo no anula el amor a la propia sangre. La clave está en recordar los
mandamientos ya conocidos: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como
a nosotros mismos, y no al revés: querer poner en la vida primero a los de la
propia sangre, a nosotros mismos y lo nuestro, antes que a Dios. Primero es el
Creador y luego la creatura: Jesús nos recuerda que él es el Señor y centro de
nuestra vida y que, porque él está en nosotros podemos y demos amar a los
nuestros y al prójimo. De hecho, si no ponemos el amor de Dios el centro de la
vida, no podremos amar debidamente a nadie, pues él es la fuente del amor, es
el amor.
El espíritu
del Evangelio debe impregnar nuestra vida entera. Estos son los peligros que
Jesús nos dice que tenemos con la familia: olvidarnos de Él y quedar atrapados
en el egoísmo y sin capacidad de amar y ser amos y salvados. Dudar, tener miedo
de amar primero a la persona, la vida y el mensaje de Jesús, querría decir que
no creemos suficientemente en él, que no queremos realmente que el espíritu de
su Evangelio impregne de verdad toda nuestra vida. Porque se trata de que el
Evangelio nos llene totalmente, impregne todos los poros de nuestra piel. Por
eso, Jesús, después de hablar de los padres y los hijos, añade: “El que no
carga su cruz y me sigue no es digno de mí”.
Y aquí el
meollo de la cuestión. “Coger la cruz” no quiere decir únicamente aguantar con
espíritu sereno aquellos males que no podemos resolver. “Coger la cruz” quiere
decir seguir el camino de Jesús como él nos enseñó, afrontando los esfuerzos,
sufrimientos y renuncias que este seguimiento comporta. Amar, ser generoso,
trabajar al servicio de los demás, luchar por la justicia…; cargar la cruz es
hacer la voluntad del Padre, que nos ama, ya trabajemos, ya descansemos, en la
salud y en la enfermedad; en los éxitos y en los aparentes tropiezos…
Cuesta el ir
detrás de Jesús y cargar su cruz y, a veces, comporta rupturas, y puede llegar
a significar persecución como lo significó para Jesús. Pero este es el camino
de la felicidad y de la vida. Es el camino que nosotros queremos seguir. Es el
camino que a nosotros nos ha tocado el corazón y nos ha cautivado por dentro.
Jesús, la
noche antes de llegar al final de su camino, el día antes de la cruz, se ha
quedado con nosotros en la Eucaristía por siempre, como señal de su amor
eterno, que es más fuerte que la muerte, que el mal, que el pecado, que todo
egoísmo. Y nosotros, cuando cada domingo nos reunimos aquí para recibir este
alimento, experimentamos su presencia, el don de su mismo Espíritu que nos
empuja en su camino.
Demos
gracias, por manos de María, por ello y queramos corresponder a la presencia de
Jesús y a su amor, poniéndolo en el centro de nuestra vida, que él sea “el
mero, mero” en nuestra vida, él es nuestro Salvador y Señor, en él está el amor
y la paz, la luz y la verdad.