XVI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
El trigo y la cizaña o la confianza de Dios en el hombre
Uno de los discursos fundamentales de Jesús sobre el Reino de
Dios en los tres evangelios sinópticos es el de las parábolas, que en la
versión de San Mateo estamos escuchando en la Iglesia durante estos
domingos (Mt 13). Este discurso de parábolas presenta en el evangelio de Mateo
algunas variantes respecto a los otros evangelios. Así por ejemplo, el primer
evangelista añade a las parábolas del sembrador y la del grano de mostaza,
presentes también en Marcos y Lucas, la de la levadura que fermenta en la masa,
tomada de la fuente Q (presente en Lucas), la del tesoro escondido en el campo,
la del mercader de perlas preciosas y la de la red de peces buenos y malos.
Según las parábolas el dinamismo imparable del Reino de Dios en
esta tierra es un misterio paradójico. Cuando Jesús habla del Reino no dice
nunca en qué consiste sino a qué se parece. Se trata de algo muy pequeño,
sencillo, apenas perceptible..., pero es una realidad preñada de vida, con
potencia para crecer, cuyos frutos se perciben en el momento oportuno, pero no
de manera inmediata. El Reino de Dios es un misterio de vida y de crecimiento,
como una semilla que crece, sin que nadie sepa exactamente cómo, hasta hacerse
como una espiga o como un árbol frondoso en cuyas ramas anidan los pájaros. El contraste
entre el comienzo débil y el magnífico resultado final es lo que subrayan la
parábola sinóptica del grano de mostaza y la marcana
de la espiga.
La acción del Espíritu en el ser humano es también así. Es real,
pero imperceptible, potente, pero sin triunfalismos, con futuro, pero no
siempre inmediato. Nuestra vida es frágil, corta, diminuta, pero está llena de
una vida densa con proyección de futuro y con destino fructífero. La vida del
Espíritu a través de la Palabra en nosotros es la semilla del Reino. La vida
histórica de una persona forma parte de ese comienzo del Reino en nosotros,
pero no es todavía su final, pues éste trasciende esta vida terrena y llega
hasta la vida eterna. La parábola suscita así la confianza plena en Dios, la
esperanza en la transformación del corazón humano y en el cambio del mundo y la
apertura del Reino a todas las gentes, representadas en los pájaros que vienen
a anidar.
Con todo, la principal aportación de Mateo al discurso consiste
en la transformación de la parábola de la semilla que crece por sí sola, propia
de San Marcos, en la del trigo y la cizaña (Mt 13, 24-30), incorporando además
las claves de su interpretación (Mt 13,36-43) . Con gran realismo en el primer
evangelio se constata la presencia maligna de la cizaña entre las espigas de
trigo para mostrar la huella perniciosa del mal en la historia humana. Tres
elementos singulares destacan en la parábola. Uno es que un enemigo, el
maligno, sembró la cizaña mientras las gentes dormían. Otro es que las cizañas
serán arrancadas a su debido tiempo, pero no ahora, y serán arrojadas al fuego.
Las cizañas son todos los corruptores de la historia humana y los que practican
la injusticia. Y el último elemento a destacar, el que me parece más
significativo, es que el dueño del campo tenga una confianza tan extraordinaria
en el trigo sembrado y en la abundante cosecha que producirá, que por conseguir
todo el bien posible se permite incluso la existencia del mal durante esta fase
de la historia humana.
La razón principal por la que el Señor del campo, que es el
mundo, confía en la productividad y en la eficiencia de lo sembrado es que la
buena semilla ha sido sembrada por el Hijo del Hombre, y éste revela el triunfo
de su obra en su muerte y resurrección, lo cual garantiza el éxito de una gran
cosecha en los seres humanos. Éstos, ya regenerados y nacidos como “hijos del
Reino”, constituyen la buena semilla que tendrá una cosecha abundante y
brillarán como el sol en el Reino del Padre. Esta perspectiva positiva de
confianza de Dios sobre el ser humano merece la pena destacarla en los tiempos
que corren, pues es el fundamento de la esperanza, la del Reino de Dios, que
nace del triunfo de la vida sobre la muerte en la Pascua del Señor muerto y
resucitado. Cuando por la acción del Espíritu de Dios y gracias a la Nueva
Alianza, la semilla presente en cada persona lleva la marca de calidad del Hijo
del Hombre entregado hasta la muerte por amor, entonces no hay ser humano que
pueda darse por perdido en esta historia, ni vencido del todo por la cizaña del
maligno. Por eso debemos permitir y hacer crecer todo lo bueno y justo que hay
en cada ser humano. Probablemente así la cizaña irá desapareciendo y la que
quede al final de la historia en cada uno será quemada poniendo a salvo el trigo
y amontonando las obras de calidad de toda persona en el granero de la bondad
divina.
Por ese motivo, en la aplicación personalizada de la parábola a
cada una de nuestras vidas como creyentes, cuando nos encontramos rodeados,
envueltos o involucrados en la experiencia del mal, y frecuentemente agobiados
por ello, en nosotros debe prevalecer la experiencia de que Dios confía en cada
persona, esperando de ella lo mejor, a corto, medio o largo plazo. Porque Dios
siempre confía en nosotros y, como dice el libro de la Sabiduría en la primera
lectura de hoy (Sab 12,13.16-19), su soberanía
universal le hace perdonar a todos y gobierna con indulgencia, dando a los
hombres la dulce esperanza de que, en el pecado, hay lugar para el
arrepentimiento. Se puede decir, por tanto, que Dios confía en cada persona
mucho más de lo que cada uno de nosotros puede imaginar. Y esto, una vez más en
el Evangelio de Mateo, confirma que también en las parábolas se cumple la
Sagrada Escritura cuando dice: “Abriré con parábolas mi boca, anunciaré
cosas ocultas desde la fundación del mundo” (cf. Sal 78,2).
La perspectiva del final de la vida, cuando llegue el tiempo de
la cosecha, lejos de permitir la legitimación de cualquier tipo de mal
provocado por los seres humanos, lejos de suscitar la tolerancia de la
injusticia y de la corrupción, abre el horizonte humano a la trascendencia y a
la figura del Hijo del hombre como referente definitivo de un juicio
ineludible, en el que la palabra de Dios se cumplirá.
Entretanto, mientras se espera la cosecha final, en el trabajo
específico de la Misión Permanente, tal como decían los obispos de Bolivia en
su carta pastoral, Los católicos en la Bolivia de hoy, n. 20:
“Es misión de los creyentes descubrir y afrontar la existencia del mal,
detectar el crecimiento de la cizaña y advertir y denunciar los daños que pueda
ocasionar. Pero con la conciencia de no ser más que criaturas y confiando en
que la última palabra es de Dios y no del ser humano. La cizaña que impide y
ahoga el crecimiento del Reino de Dios se presenta en todo tipo de corruptelas
políticas, sociales y eclesiales, tanto en el cinismo de los oportunistas como
en las mil caras de los insidiosos, en la doble vida de los inmorales y en las
mentiras de los embaucadores”.
La palabra del Evangelio es el fundamento de nuestra esperanza y
nos permite tomar conciencia de que la última palabra en la historia es
de Dios y no del ser humano. Esa palabra afirma que “recogerán de su Reino a
todos los corruptores y a los que cometen la iniquidad y los echarán a
la hoguera de fuego (…) y entonces los justos brillarán como el sol”. Aunque
éstas sean expresiones de un género literario apocalíptico (cf. Sal 141,9 y Dn 3,6), que como tal hay que comprender, no dejan
ser el pronunciamiento de una sentencia radical y última de la justicia de
Dios, manifestada por el Hijo del Hombre, acerca de la verdad y del
discernimiento permanente entre el bien y el mal que, según los parámetros del
Reino, tiene que caracterizar la vida del discipulado.
Abramos nuestro espíritu, por tanto, al Espíritu de Dios que
viene en ayuda de nuestra debilidad (Rom 8,26-27)
para que el dinamismo del Reinado de Dios y la fuerza de su amor se adueñe de
nuestros corazones y posibilite el cambio de nuestras vidas y el crecimiento
efectivo de su Reino y de su justicia. Así se desarrollarán en nosotros los
grandes valores del cristianismo, como son el perdón, la transparencia
interior, la responsabilidad, la justicia divina y la entrega solidaria y
comprometida a favor de los últimos. De este modo la Iglesia puede ser
verdadera “presencia de esperanza y compromiso” y fermento en medio de la masa
de la sociedad, espacio abierto para la misión evangelizadora, mediante la cual
la Palabra de Dios ha de iluminar y transformar los criterios y los valores
culturales, los hábitos y costumbres sociales así como las leyes y normas
políticas y económicas.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de
Sagrada Escritura