DECIMOSÉPTIMO DOMINGO ORDINARIO, CICLO A
(I Reyes 3:5-13; Romanos 8:28-30; Mateo 13:44-52)
Dice el Señor que el Reino de Dios es como “un
tesoro escondido en un campo”. Tal vez quisiéramos preguntar: ¿quién
esconderá un tesoro en un campo? Ahora en el tiempo de cerraduras y
bancos, nadie lo hará. Pero en los tiempos antiguos las cosas eran diferentes.
Los ladrones podían dejar la casa vacía de cualquier objeto de valor. Por
eso, los dueños solían enterrar sus tesoros en un rinconcito marcado del
campo. Una mejor pregunta para nosotros es: ¿qué es nuestro tesoro?
Para mí una cosa muy valiosa es el tiempo.
Trato de llegar a cada compromiso a la hora exacta para que no pierda ni cinco
minutos de mi tiempo precioso. A lo mejor cada uno define su tesoro en una
manera individua. Pero podemos abstraer algunos constantes para los diferentes
grupos de edad. Los jóvenes buscan como su tesoro a un compañero de vida
que es ameno y, sobre todo, guapo. A los adultos les importa la
estabilidad. Quieren ingresos que proveen las necesidades de la casa y
una casa que no perderá su valor con el tiempo. Los mayores se
preocupan por la salud. Desean evitar el dolor y prolongar la vida tan
mucho como posible.
En la antigüedad antes de Cristo se consideró la
sabiduría como el tesoro más precioso. Valió la pena vender todo lo que
se tenía para hacerse sabio. Con la sabiduría nuestros tesoros se
modifican. Los jóvenes no consideran la belleza como la cualidad número
uno en una pareja sino la capacidad de amar. Es decir, se dan cuenta de
que la disposición a poner el bien del cónyuge primero vale más que una figura
perfectamente proporcionada. La sabiduría enseña a los adultos que la
estabilidad queda más en lo moral que en lo material: más en tener el respeto
mutuo entre los familiares que en tener un cuarto para cada hijo, más en dar la
reverencia a Dios que en tomar vacaciones en la playa. Los viejos se
aprovechan de la sabiduría por reconciliarse con Dios y con los demás para que
mueran en la paz.
Jesús reemplaza la sabiduría con el Reino de
Dios. No es que los dos difieran mucho; pero el Reino de Dios ofrece un
matiz más contundente. El Reino de Dios mueve al joven buscar primero en
una pareja el amor para Dios: que él o ella jamás haría algo ofensivo al
Señor. Le conduce al adulto a confiar en Dios como el cimiento de su casa
por guardar sus mandamientos, venga lo que venga. Al mayor el Reino exige
una entrega más o menos completa: que acepte cada día como un regalo de Dios y
el sufrimiento como modo de juntarse con Cristo en la salvación del mundo.
Nosotros cristianos reconocemos a Jesús mismo
como el cumplimiento del Reino de Dios. Cuando abrazamos a él como
nuestro salvador, se nos acoge en el Reino de su Padre. Podemos proponer
una parábola para explicar esto.
Jesús es como piedra. Cuando somos jóvenes,
él es el diamante más precioso a darse a nuestra novia. Como adultos él
es el cimiento del amor sobre que construimos nuestra casa. Y cuando nos
ponemos viejos, él es la roca que nos aferramos cuando sopla el aire de la
muerte. Jesús es la roca para aferrarse siempre.