Domingo 17 del Tiempo Ordinario (A)
PRIMERA LECTURA
Pediste
discernimiento
Lectura del
primer libro de los Reyes 3, 5. 7-12
En aquellos días, el Señor se apareció en sueños a Salomón y le dijo: -«Pídeme
lo que quieras.» Respondió Salomón: -«Señor, Dios mío, tú has hecho que tu
siervo suceda a David, mi padre, en el trono, aunque yo soy un muchacho y no sé
desenvolverme. Tu siervo se encuentra en medio de tu pueblo, un pueblo inmenso,
incontable, innumerable. Da a tu siervo un corazón dócil para gobernar a tu
pueblo, para discernir el mal del bien, pues, ¿quién sería capaz de gobernar a
este pueblo tan numeroso?» Al Señor le agradó que Salomón hubiera pedido
aquello, y Dios le dijo: -«Por haber pedido esto y no haber pedido para ti vida
larga ni riquezas ni la vida de tus enemigos, sino que pediste discernimiento
para escuchar y gobernar, te cumplo tu petición: te doy un corazón sabio e
inteligente, como no lo ha habido antes ni lo habrá después de ti.»
Sal 118, 57 y 72. 76-77. 127-128. 129-130 R. ¡Cuánto amo tu voluntad, Señor!
SEGUNDA LECTURA
Nos
predestinó a ser imagen de su Hijo
Lectura de
la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 8, 28-30
Hermanos: Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien:
a los que ha llamado conforme a su designio. A los que había escogido, Dios los
predestinó a ser imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito de muchos
hermanos. A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a
los que justificó, los glorificó.
EVANGELIO
Vende todo lo que tiene y compra el campo
Lectura del
santo evangelio según san Mateo 13, 44-52
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: -«El reino de los cielos se
parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a
esconder y, lleno de alegría va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El
reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al
encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra. El
reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge
toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y
reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran. Lo mismo sucederá al final
del tiempo: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los
echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. ¿Entendéis
bien todo esto?» Ellos le contestaron: -«Sí.» Él les dijo: -«Ya veis, un
escriba que entiende del reino de los cielos es como un padre de familia que va
sacando del arca lo nuevo y lo antiguo.»
Lo que realmente
vale
La
vida humana es elegir, y elegir es renunciar. Los deseos humanos no están
dirigidos por los sabios mecanismos de los instintos animales (o lo están en
muy débil medida), y en esto estriba la riqueza, pero también el riesgo y el
drama de la existencia. El ser humano debe establecer él mismo y libremente la
escala de sus preferencias; y como sus necesidades y sus posibles deseos son
tantos y tan distintos, a veces tan contradictorios, nuestras decisiones
comportan siempre la renuncia a posibilidades atractivas y deseables. Si la
libertad es la riqueza del hombre, su ejercicio tiene, hemos dicho, algo de
dramático por las renuncias que comporta elegir; y de riesgo, porque nuestras
elecciones y preferencias puede ser equivocadas, y contribuir no a nuestro
bien, sino a nuestra ruina.
La
dificultad de elegir adecuadamente depende además del hecho de que los posibles
objetos de deseo venden su producto gritando bondades que no siempre tienen, y
prometen formas diversas de felicidad vestidas de mil disfraces, como el
placer, el bienestar, el éxito, el poder, la riqueza… Todas esas cosas
responden a determinadas necesidades, pero muchas veces tratan de atraer
nuestra atención hasta el punto de hacernos olvidar otras necesidades más hondas,
más decisivas, aunque aparentemente menos urgentes.
Por
todo esto, posiblemente el bien más preciado consiste en saber discernir entre
el bien y el mal, y en la capacidad de elegir con tino entre las múltiples
posibilidades que se nos ofrecen a diario. Este es el mensaje que brota
meridianamente de la primera lectura: Salomón, aunque es rey, se considera un servidor
de Dios en favor de su pueblo y, por tanto, en deuda con uno y con otro; por
otro lado, se reconoce joven e inexperto. Salomón tenía todas las cartas para
pedir a Dios precisamente la capacidad de elegir bien y de discernir entre el
bien y el mal. Porque estos bienes no se pueden comprar en el mercado, y sólo
hasta cierto punto se pueden adquirir con el estudio: son sobre todo dones y no
cuestión de conquista, por eso es necesario pedirlos a Dios en la oración. Pero
para recibirlos es necesario desearlos, hacer de ellos objeto de nuestra
elección.
Jesús
presenta hoy el Reino de Dios como un bien que el hombre puede elegir. Pero,
¿qué es el Reino de Dios, que Jesús ha comparado con semillas que crecen y dan
fruto, y que ahora compara con tesoros escondidos y perlas de gran valor? El
Reino de Dios no es una “cosa”, un objeto, tampoco un determinado sistema
social, un “régimen” de tipo teocrático o laico que se limita a proclamar
ciertos valores abstractos. El Reino de Dios hay que entenderlo de manera
activa y dinámica: significa “Dios reina”. Dios, la fuente y origen de todo
bien, Él es el bien máximo al que el hombre puede aspirar. Por ello, cuando Dios
reina en la vida del hombre, éste adquiere la capacidad de discernir el bien y
el mal, y la medida que otorga a cada cosa su justo valor. El Reino de Dios es
el centro de la predicación de Jesús; es objeto de un anuncio, pero no de una propaganda
que nos abruma con sus gritos y sus colores chillones. Jesús lo ha comparado
con una semilla que da fruto si encuentra buena tierra, con una palabra respetuosa
que busca entablar un diálogo: “No gritará, ni alzará la voz, ni voceará por
las calles” (Is 42, 1). Hoy subraya su inmenso valor:
es como un tesoro, pero se trata de un tesoro escondido que hay que buscar, por
el que hay que esforzarse. Porque su valor es incalculable, es fuente de una
alegría que llena al que lo encuentra; pero encontrarlo exige hacer una
elección: para obtenerlo hay que estar dispuesto a venderlo todo y comprar el
campo en el que se halla. El carácter dinámico e interactivo de la elección del
Reino de Dios se refuerza en la segunda comparación: aquí el Reino de Dios se
parece, no sólo a una perla de gran valor, sino, sobre todo, al comerciante que
la encuentra. Efectivamente, ese enorme valor que descubrimos requiere una actitud
activa, una toma de postura, una decisión por nuestra parte. Ser capaces de
discernir lo que realmente vale en la vida y elegir en consecuencia, asumiendo
las consiguientes renuncias es, al fin y al cabo, lo que decide y discierne la
calidad de nuestra vida. A ello se refiere la tercera comparación: la red que,
echada en el mar, recoge toda clase de peces, buenos y malos. Esto nos enseña
una verdad muy importante: que el tesoro esté escondido, que la perla exija una
trabajosa búsqueda, todo esto no significa que el Reino de Dios sea algo
esotérico y exclusivo para iniciados o para unos pocos elegidos. El esoterismo,
tan de moda en nuestros días, establece divisiones que separan a los hombres
según categorías. Pero el mensaje del Reino de Dios se dirige a todos sin
distinción. Está escondido, pero en un campo abierto a todos. De ahí la
comparación con la red que recoge toda clase de peces. La red es la Palabra que
Dios dirige a todos los hombres, sin hacer distinciones entre ellos. Lo que
separa aquí a los buenos de los malos depende de nosotros mismos, de la actitud
que adoptemos de aceptación o de rechazo de la Palabra.
La
Palabra es Jesucristo. Él es el que porta en sí mismo el Reino de Dios, porque
él es el hombre en el que Dios reina. Él es el tesoro escondido, porque esta
Palabra salvadora se ha revestido de carne. La carne de Cristo vela y contiene
al mismo tiempo ese tesoro por el que debemos estar dispuestos a venderlo todo
para comprar el campo. Al tomar esta decisión, aunque comporte renuncias, no
renunciamos a nosotros mismos, al revés, en Jesús, primogénito de muchos
hermanos, nos descubrimos a nosotros mismos en nuestra verdad más profunda:
descubrimos el tesoro de la imagen de Dios escondida en el campo que somos cada
uno. La Palabra que nos anuncia el Reino de Dios es salvadora porque rescata lo
mejor de nosotros mismos, la originalidad de cada uno; y, al hacerlo, no sólo
no nos aísla, sino que, al revés, nos abre de un modo nuevo a los demás, en los
que sabemos por fe que habita también, a su manera, la imagen de Dios.
La
elección del Reino de Dios, la decisión de dejar a Dios reinar en nuestra vida
aceptando en ella a Jesús, es la elección por un bien, el del amor a Dios y a
los hermanos, gracias al cual todo nos sirve para el bien. Y es que “el reino
de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo”
(Rom 14, 17).
Jesús
nos llama a tomar una decisión radical en favor un bien incomparablemente más
valioso que todos los bienes a los que podemos aspirar en este mundo. Como el
tesoro escondido en el campo, este bien no es inmediatamente evidente; pero el
que lo encuentra comprende que merece la pena venderlo todo para adquirirlo. Y
es que este bien, que es el mismo Jesucristo, hace que todos los demás (viejos
y nuevos) adquieran su justo valor, de manera que hasta las renuncias inevitablemente
inherentes a toda toma de decisión adquieran un sentido positivo, contribuyan a
nuestro bien definitivo y último. ¿Es Jesús y su Evangelio el tesoro por el que
estoy dispuesto a venderlo todo?