XVII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A.

La alegría del Reino del Amor

 

La alegría que el papa Francisco contagia en sus escritos se refleja también en las parábolas del Reino que estos domingos estamos leyendo. El discurso de las siete parábolas del Reino en el evangelio de Mateo concluye con tres que son propias del primer evangelista: la del tesoro escondido en el campo, la del mercader de perlas preciosas y la de la red de peces buenos y malos  (Mt 13,44-52). Éstas han sido añadidas a la del sembrador y la del grano de mostaza, la del trigo y la cizaña y a la de la levadura que fermenta en la masa.

 

El Reino de Dios se presenta en las parábolas del tesoro y de la perla con la estructura común de los verbos que las configuran: buscar y encontrar, vender y comprar. En ambas el Reino es un misterio, escondido, oculto, pero real y presente, que se puede encontrar y que se puede buscar hasta encontrarlo. La nota dominante es que el Reino de Dios es algo misterioso y grandioso, como un tesoro o una perla, que sale al encuentro del ser humano, de manera sorprendente. Se puede buscar o no, pero es algo que se deja encontrar, por eso es un don de Dios en el misterio de su amor. El Reino es la persona de Jesucristo, muerto y resucitado, don de Dios para toda la humanidad y que sale al encuentro de todo ser humano, aunque éste esté alejado de él o esté en otros negocios, en otras búsquedas y en otros afanes. Jesucristo es el Reino del Amor de Dios que sale a nuestro encuentro y nos colma de alegría. En ese encuentro con Cristo “siempre nace y renace la alegría” – dice el papa Francisco -.

 

En el mundo bíblico el auténtico “tesoro” se refiere a la sabiduría, como objetivo de la búsqueda de todo ser humano. La sabiduría, que constituía la petición fundamental del rey Salomón, sabiduría para servir, escuchar y gobernar, para juzgar y discernir, es el don más precioso en el Antiguo Testamento, más valiosa que la misma vida, que todos los bienes y que todo poder (cf. 1 Re 3,5.7-12). Esa sabiduría, propia de un corazón dócil, es la que recibió Salomón y le permitió ser el más sabio de todos los reyes. La sabiduría no consiste en tener grandes conocimientos desde el punto de vista intelectual sino en saber estar y saber actuar conforme a la voluntad de Dios en cada momento, no buscando la riqueza, ni el poder, ni la gloria, sino la capacidad para distinguir el bien del mal y para actuar en conciencia. En el ejercicio de la autoridad es preciso buscar la sabiduría divina, escuchando siempre el clamor de los débiles y de los que sufren, acogiendo en el corazón las necesidades de los últimos y los derechos de las minorías.

 

En Bolivia es necesario corregir y avanzar mucho en los grandes capítulos pendientes del cacareado cambio social, como son el respeto a las minorías indígenas de este país no sometidas al poder vigente y el establecimiento de un sistema de justicia independiente y eficiente, libre de corrupción política y que atienda siempre los derechos de las víctimas. En el fondo falta el conocimiento de los valores éticos que permita discernir entre el bien y el mal, auténtica sabiduría salomónica que viene de la aceptación de la justicia divina, cuya máxima expresión es Jesús y el Reino del amor y de alegría que su Reino conlleva.

 

Desde el Nuevo Testamento la sabiduría del discípulo consiste en realidad en comprender que Jesús es el Reino de Dios y que se entra en la alegría de ese Reino con todo su dinamismo mediante el seguimiento radical, entusiasta y comprometido de la persona de Jesús y su Evangelio. Y cuando alguien descubre eso, lo valora como un tesoro o como una perla preciosa, por la cual merece la pena desprenderse de todo para comprar el tesoro que estaba escondido. La primera reacción del que encuentra el tesoro es la gran alegría que siente y que le lleva a relativizarlo todo, hasta desprenderse de los bienes y venderlos con tal de poseer el campo del tesoro. La alegría de encontrar a Jesucristo lleva a los discípulos a dejarlo todo para estar siempre con él. Este encuentro maravilloso y transformador de la vida acontece en la vida religiosa y en la vida de todo discípulo del Reino. No debe extrañarnos que, según decía el informe Forbes de hace unos años, “el trabajo de sacerdote es considerado en el mundo como el empleo "más feliz", según un estudio realizado por la Organización Nacional de Investigación de la Universidad de Chicago”. En realidad encontrarse con Cristo y dejar que él cambie el rumbo de la vida es el tesoro más valioso. Hoy es necesario presentar a los jóvenes la orientación vocacional a la vida sacerdotal y religiosa como el gran tesoro de la vida y fuente de alegría permanente.

 

El tema de la alegría es una constante en el papa Francisco y lo ha dejado patente en las publicaciones de su pontificado. Así lo hizo en la expresión del título y en el contenido de su exhortación apostólica, “La alegría del Evangelio” (Evangelii Gaudium), publicada al principio y así lo ha hecho en la dedicada al amor del matrimonio y a la familia, “La alegría del amor” (Amoris Laetitia).

 

En el primer escrito se trazaban las líneas pastorales de su ministerio para iluminación y orientación de todo el Pueblo de Dios en su camino de conversión y de renovación en el mundo actual. A partir de la alegría del encuentro con Cristo y desde el concepto fundamental de la misionariedad de la Iglesia, el papa recorría diversos ámbitos humanos en los que la fuerza del Evangelio puede intervenir transformando las conciencias, los corazones, las estructuras y las conductas. Ante el panorama del mundo actual, sumido en la desigualdad y en la injusticia, el papa apelaba a la conversión más profunda en busca de la paz, de la justicia y de la verdad y subrayaba la opción preferencial y evangélica por los pobres como voz de alarma continua que interpela a todos en la búsqueda del Reino. El Papa Francisco pedía una Iglesia misionera que salga a la calle y se encuentre con los miembros más débiles y con los más marginados de la sociedad.

 

Asimismo la alegría es la nota característica del amor matrimonial tratado en “Amoris laetitia”, el gran catecismo de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia en el mundo actual. E papa ha puesto de relieve la grandeza del amor en la vida matrimonial y la enorme alegría que éste lleva consigo, pues el Amor del cual es imagen el matrimonio es “la comunión de vida y amor” que emana del Amor Trinitario, es el misterio del amor de Cristo a su Iglesia y al mundo y la fuerza vital del Espíritu divino presente en la relación matrimonial entre el hombre y la mujer, que se convierten en símbolo permanente de la nueva humanidad que, vestida de novia va al encuentro del esposo Dios en la boda del amor eterno, consumada ya en esta historia mediante la Nueva Alianza, en la que Cristo entrega su vida  por amor y para la salvación de todo el género humano.

 

También “la alegría del Evangelio” constituye uno de los grandes temas de la Iglesia en América, que prepara en todo el continente su V Congreso Americano Misionero, a celebrar en Santa Cruz de la Sierra (Bolivia) en Julio de 2018, con el lema “América en Misión: El Evangelio es alegría”. Esta alegría por el tesoro encontrado es la que la comunidad cristiana encuentra y celebra en cada Eucaristía, donde se hace presente Jesucristo, el Reino del Amor, en el pan partido para la vida del mundo.

 

Por último la parábola de la red de peces buenos y malos es muy parecida a la de la cizaña y el trigo, y permite subrayar dos aspectos relevantes del evangelista Mateo: su perspectiva de apertura en la historia presente y su proyección escatológica caracterizada por la separación de los buenos y los malos. La tarea de la Iglesia es la misión, representada en la pesca, en cuanto esfuerzo apasionado de los discípulos por pescar personas para vivir el encuentro con Dios en Jesús. Esta misión es abierta, es una búsqueda amplia, sin fronteras ni límites. Sin embargo, el encargo de clasificar los peces buenos y los malos es propio de los ángeles al final de los tiempos. Contra las tendencias integristas que establecen en la historia una clasificación fácil y simple entre los puros y los impuros, Jesús abre una perspectiva de tolerancia, pero no de permisividad, sin tendencias discriminatorias ni separatistas. El hecho de que no aparezca aquí descrita la suerte de los justos, que brillarán como el sol en el Reino de Dios, sino la de los malvados, con las imágenes apocalípticas del horno encendido, del llanto y rechinar de dientes, es una clara advertencia para los discípulos de que no todo vale ni está permitido en el Reino.

 

José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura