XVII domingo del Tiempo
Ordinario, Ciclo A.
El Amor y la Palabra de Dios
nos transfiguran
Hoy
se celebra en toda la Iglesia la fiesta de la Transfiguración del Señor, que
nos invita a nuestra propia transfiguración. La Virgen María también experimentó por medio de la fe, la
transfiguración de su vida pues, como recuerda el Concilio (LG 56), “la hija de
Adán, al aceptar el mensaje divino, se convirtió en Madre de Jesús, y al
abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad
salvífica de Dios, se consagró totalmente como esclava del Señor a la persona y
a la obra de su Hijo” y como dice San Ireneo, «obedeciendo, se convirtió en
causa de salvación para sí misma y para todo el género humano» (LG 56).
Abramos, pues, como María, nuestro
corazón a la transfiguración que Dios quiere llevar a cabo en nosotros
mediante la palabra de Dios que hemos de escuchar y acoger. Y abramos el ámbito
de nuestras familias para que en el Tabor de nuestros hogares, donde casi
siempre se está muy bien, podamos experimentar la transformación de las
relaciones humanas para que sean un ámbito de la gloria del Dios del amor y de
la vida.
La
transfiguración es una escena trascendental que revela, hacia la mitad de los
tres primeros evangelios, la gloria de la Pascua, pero el camino hasta la
gloria hay que recorrerlo a través de la Pasión. Es el anuncio anticipado de la
gloria real de Jesús en su resurrección. La transfiguración revela que el único
camino hacia la gloria del Hijo del Hombre es el del sufrimiento y del rechazo
(Mt 17,1-9). La narración nos cuenta un momento crucial de encuentro revelador
de Jesús con Pedro, Santiago y Juan. Es un encuentro en un monte, que la
tradición identifica como el Tabor. Jesús se transfiguró delante de ellos (Mt
17,2) pues su rostro brilló como el sol. El blanco brillante de la luz
pertenece al lenguaje apocalíptico y significa la pertenencia de Jesús al mundo
divino (Dn 7,9; Ap 1,14;
2,17). Nuestro refrán dice que la cara es el espejo del alma. Lo que ese rostro
brillante revela está en relación con la identidad mesiánica de Jesús,
expresada por Pedro anteriormente al decir “tú eres el Mesías de Dios” y está
vinculado a la predicción de su destino recogida en los anuncios de su pasión
que enmarcan la transfiguración.
El
lenguaje de la escena tiene matices sorprendentes del género literario
apocalíptico y elementos del Antiguo Testamento para subrayar la acción divina
en esa transfiguración. El diálogo de Jesús con Moisés y Elías resalta la
trascendencia de Jesús. Moisés era el guía liberador del pueblo de la
esclavitud de Egipto y el mediador de la ley de Dios. Elías fue el que
recondujo al pueblo desde el culto idolátrico a Baal al culto del Dios
verdadero. Uno y otro sufrieron el rechazo y la persecución como Jesús. Según
la tradición judía, ambos personajes fueron arrebatados al cielo. Al estar
hablando con ellos Jesús, se expresa que éste está al nivel de la gloria
celestial.
A
los discípulos que hablan con Jesús la nube también luminosa los cubrió (Éx 24,16). Ellos están envueltos en la teofanía que revela
que Jesús es el Hijo amado de Dios. Recurriendo al Dt
18,15 se subraya la necesidad de escuchar a Jesús. Lo que realmente transfigura
al hombre revistiéndolo de gloria es escuchar la palabra de Dios en la
intimidad de la oración con el Padre, es concentrar nuestra atención sólo en
Jesús, es contactar con Jesús que nos resucita en medio de los temores de la
vida y es comprender el destino del Hijo del Hombre en la Pasión. En el
seguimiento de Jesús es preciso emprender el camino aventurado de la fe, el
camino del sacrificio por amor como Jesús a favor de los sufrientes y
desfigurados de esta tierra. Los discípulos quedamos emplazados a recorrer este
mismo camino, escuchando el mensaje del evangelio, hasta sufrir por él, que es
el auténtico instrumento de transfiguración de la vida de los seguidores de
Jesús. En el camino de la vida no es necesario buscar más cruces que las que ya
existen. Bajemos, pues, desde las nubes y aterricemos donde los seres humanos
llevan en sus cuerpos las marcas de la injusticia, la desfiguración del
crucificado, y entonces experimentaremos la auténtica transfiguración de
nuestra vida y de nuestro mundo. No hay transfiguración posible del discípulo
si no hay una configuración personal con Cristo, si no nos dejamos envolver por
la misma nube, especialmente a través del amor a los rostros más desfigurados
del mundo.
Podría
parecer que la transfiguración es un acontecimiento exclusivo de Jesús, pero no
es así, pues lo que en Jesús es una realidad que revela su identidad divina y
su destino mesiánico de gloria que pasa por la Pasión hasta la cruz, en los
creyentes es una realidad dinámica de transformación continua del ser para
vivir como hijos de Dios. Pablo exhorta a los cristianos a no amoldarse a los
criterios de este mundo sino a transformar la vida con la renovación de nuestra
mente, por la entrega de la vida, como único sacrificio agradable a Dios (Rm 12,2). Los creyentes nos vamos transfigurando en imagen
de Dios por obra del Espíritu (2 Cor 3,18) Siempre es
el mismo verbo: “Transfigurar”. Con términos semejantes se expresa en Flp 3,21
afirmando la transformación de nuestra condición humilde en condición gloriosa
con su misma energía.
En
el contacto permanente con Jesús en la oración y mediante la escucha de su
Palabra también en nosotros se puede transformar el rostro asemejándose al
suyo. Parece un hecho comúnmente comprobable que los rostros de un hombre y una
mujer que han vivido juntos en matrimonio durante mucho tiempo, en la madurez
se acaban pareciendo también físicamente. Y es que han compartido la vida, las
alegrías y las penas, la risa y el llanto, el dolor y la esperanza. Y sus
rostros se han transformado en el del amado. Algo así puede sucedernos a
nosotros, que nuestros rostros se transfiguren con el de Jesús, al compartir
con él la entrega generosa de cada día.
Acerca
de la vida matrimonial el papa Francisco tiene un apartado espléndido en su
Exhortación Amoris Laetitia
titulado “La transformación del amor” (AL 163-164). En él expresa cómo la
fuerza del amor transforma la vida de los esposos, haciendo prevalecer en ellos
el auténtico amor de la entrega: “Así, en medio de un conflicto no resuelto, y
aunque muchos sentimientos confusos den vueltas por el corazón, se mantiene
viva cada día la decisión de amar, de
pertenecerse, de compartir la vida entera y de permanecer amando y perdonando.
Cada uno de los dos hace un camino de crecimiento y de cambio personal.” El
amor es transfigurador de las personas en la vida
matrimonial, requiere el diálogo entre los esposos y necesita avivar
continuamente el perdón mutuo y el compromiso familiar hacia los pobres y
necesitados. Y así la familia cristiana
se convierte en verdadera misionera del amor y de la vida.
José
Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura