6 de agosto
Transfiguración del Señor
Primera
lectura
Lectura de la profecía de Daniel 7, 9-10.13-14 Vi
venir en las nubes del cielo como un hijo de hombre
Salmo 96 R/. El Señor reina, altísimo sobre la tierra
Segunda lectura
Lectura de la segunda carta de Pedro 1, 16-19 Éste
es mi Hijo amado, mi predilecto
EVANGELIO
Lectura del santo evangelio según san Mateo 17, 1-9 Se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él
Moisés
y Elías conversaban con Él
La liturgia presenta dos veces el
acontecimiento de la Transfiguración: el segundo domingo de Cuaresma, y en esta
fiesta, que tiene su origen en la dedicación de la basílica del monte Tabor, y
de la que tenemos testimonios procedentes del siglo V, aunque en Occidente se
extendió más tarde, desde el siglo IX. En el contexto de la Cuaresma este
acontecimiento de la vida de Jesús encuentra su marco más propio, como parte
del camino hacia Jerusalén, a los acontecimientos pascuales de la muerte y
resurrección de Cristo. La luz de la transfiguración, que se muestra a los
testigos escogidos, Pedro, Santiago y Juan, fortalece la fe para los momentos
de la prueba y la dificultad, y mira, sobre todo, a esa dificultad humanamente
insuperable que es el escándalo de la Cruz.
La luz de la transfiguración de
Cristo no es una luz meramente material: es la luz de la Palabra que es el
mismo Cristo. La encarnación, que nos ha hecho esta Palabra cercana y
accesible, puede, sin embargo, velarla, hacerla opaca: podemos entenderla como
una mera enseñanza moral, o como un conjunto de historias edificantes, y no
como lo que es en realidad: una palabra viva y eficaz, más cortante que espada
de dos filos, que penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, y
escruta los sentimientos y pensamientos del corazón (cf. Hb
4, 12). Es la luz de la transfiguración la que nos revela el carácter divino y
salvador de esta Palabra que es Cristo. Precisamente por eso, en el resplandor
de la Palabra, se aparecen Moisés y Elías: la ley y los profetas, que conversan
con Él (el evangelista Lucas nos informa incluso de qué hablaban: de lo que
había de cumplirse próximamente en Jerusalén). El Antiguo Testamento conversa
con Jesús y, en el fondo, habla sólo de Él. Para poder leer el Antiguo Testamento
a la luz de la fe, es preciso entender que todo lo que ahí se dice, debe ser
puesto en relación con Cristo, pues ese es su único tema. Cristo es la
verdadera clave de lectura de toda la revelación bíblica, en el que toda ella
adquiere su pleno sentido.
La luz de la Palabra es alimento
para el camino. Por eso no es legítimo “construir tiendas”, quedarse en la
contemplación (que, sin embargo, es tan necesaria, como momento obediencial de
escucha), sino que la misma Palabra que es Cristo nos manda ponernos en pie y
continuar caminando: al encuentro de los demás, en dirección a Jerusalén.
¿Por qué esta experiencia se reserva
sólo a unos pocos testigos escogidos? No podemos pedirle cuentas a Dios por sus
designios. Pero sí que podemos entender que las gracias (a veces especiales y
extraordinarias) que reciben algunos (santos, místicos, doctores…) no las
reciben para su exclusivo disfrute, sino para el bien y a favor de todos. Lo
dice con claridad el mismo Cristo, dirigiéndose a unos de los privilegiados del
monte Tabor: “y tú, cuando hayas vuelto, fortalece a tus hermanos” (Lc 22, 32). Los grandes santos nos enriquecen a todos. Pero
eso vale para cada uno de nosotros. Todos los creyentes hemos recibido por la
fe una porción de esa luz. Es una gracia que nos sirve para que, cuando
sentimos la oscuridad de la cruz, nos mantengamos fieles a esos momentos de
luz. Pero también genera una responsabilidad: la de ponernos en camino para
testimoniar esa luz en nuestra vida, compartirla y fortalecer a los que
flaquean.