Domingo XVIII/A

(Is 55, 1-3; Rm 8, 35.37-39; Mt 14, 13-21)

El hambre y la sed de Dios

En este domingo, el Evangelio nos presenta el milagro de la multiplicación de los panes y de los peces. Jesús lo hizo en el lago de Galilea, en un lugar aislado donde se había retirado con sus discípulos después de enterarse de la muerte de Juan Bautista. Pero muchas personas le siguieron y le alcanzaron; y Jesús, viéndoles, sintió compasión y curó enfermos hasta la noche. Entonces, los discípulos preocupados porque era tarde, le dijeron que despidiera a la multitud para que pudieran ir a los pueblos y comprarse comida. Pero Jesús, tranquilamente respondió: “Denles ustedes  de comer”; y le dieron cinco panes y dos peces, los bendijo, y comenzó a partirlos y darlos a los discípulos, que los distribuyeron entre la gente. ¡Todos comieron hasta saciarse, y aún así sobró!

Además del hambre material, que hoy día es como una epidemia en el mundo, el corazón del hombre tiene otro tipo de hambre y sed más profunda, y que no siempre la entiende ni la capta: el hambre y la sed de Dios. El hombre es un eterno viandante y peregrino que conoce la sed y el hambre del camino. Es un ser que busca, que anhela, inquieto por encontrar su paz y su reposo. Sin embargo, no siempre acierta a dar con aquello que apaga la sed de su alma. La contemplación del mundo nos dice que es dramática su situación. Se despeña por cañadas profundas. Se abandona al mal y se hace sumamente cruel para sí mismo y para los demás.

La condición que Dios nos pide para encontrar este agua, este vino, esta leche y miel, es la de escuchar su Palabra. Se trata de “inclinar el oído”, inclinar el alma, inclinar el orgullo, inclinar la vida entera para contemplar el Plan de Dios, la Alianza que Dios ha establecido con su pueblo.

La fuente de la vita se encuentra en la Palabra de Dios que se hace precepto, que se hace orientación, que se hace alianza. Dios habla a su pueblo. Lo ama. No permitirá que permanezca en la esclavitud de Egipto, no tolerará que venere otros dioses, no dejará que el pueblo muera de hambre y sed en el desierto. El Señor recogerá a su pueblo de todos los lugares donde se había dispersado. El Señor ama a su pueblo. Él es el esposo fiel. Israel es la esposa infiel. Pero el amor de Dios no conoce arrepentimiento y sus planes subsisten de edad en edad. ¿Quién podrá apartarnos del amor de Dios?

Dios en Cristo viene a saciar completamente nuestra hambre y sed interior. Por esto el profeta Isaías en la primera lectura nos hace la invitación de Dios: “Acudan por agua…vengan, coman sin pagar vino y leche gratis…comerán bien…”. Esta multiplicación de panes y peces, narrada hoy en el evangelio, es el anuncio y el preludio de lo que Cristo será para todos nosotros: nuestro alimento; anticipo del misterio de la Eucaristía. La metáfora de la comida y de la bebida es muy apropiada para hacernos comprender otros bienes que nos regala Dios: su cercanía, su perdón, su amor. ¡Cuántas veces Jesús utilizó el ambiente de una comida para hacernos sentar a la mesa del perdón y salvación! Ahí está Cristo Alimento en cada Eucaristía, en cada sacramento. Ahí está Cristo Alimento en el evangelio.

Pero también nos encarga “denles ustedes de comer”. No todo lo hace Dios. No todo lo provee Cristo con sus milagros. Cristo da los panes y peces multiplicados a los discípulos, y luego estos se los dan a la gente. Debemos compartir con Él su compasión y su sintonía con el hambriento, en todos los sentidos de hambre y sed: hable materia, sed espiritual y moral. Somos colaboradores de ese Cristo que quiere saciar el hambre y la sed de la humanidad.

¡Qué triste sería quedarnos en un rincón comiendo a solas el pan de nuestra fe, de nuestra esperanza, de nuestro amor, de nuestra bondad! ¡Qué triste sería no compartir el vino de nuestra alegría, de nuestro optimismo, de nuestra solidaridad, de nuestro consejo! San Juan Pablo II dijo: (…) No podemos hacernos ilusiones: por el amor mutuo y, en particular, por la atención a los necesitados se nos reconocerá como verdaderos discípulos de Cristo. En base a este criterio se comprobará la autenticidad de nuestras celebraciones eucarísticas” (Mane nobiscum Domine, 28).

Que María, nos obtenga el don de tener siempre hambre y sed de Dios y de acudir a Él a comer y beber en cada Eucaristía, en cada sacramento, en la meditación diaria en el santo Evangelio.