Solemnidad. La Asunción de la Virgen María (15 de agosto)

La Asunción de la Virgen es también la nuestra

Hoy es el gran día de la fiesta de la Asunción de la Virgen en toda la Iglesia universal, la cual se celebra en muchos lugares del mundo con otras advocaciones y devociones según las tradiciones populares, como por ejemplo, en Bolivia, la Virgen de Urcupiña. Pero el motivo central que la Iglesia universal nos brinda hoy para su celebración es la Asunción, una gran fiesta consagrada a María, que participa como primicia de la humanidad redimida de la plenitud de los frutos de la salvación que su hijo Jesús ha obtenido para todos los seres humanos con su muerte y resurrección. Por ello el Concilio Vaticano II considera a María “signo de esperanza y de consuelo” para toda la Iglesia (Lumen Gentium, 68). En el documento de Aparecida del CELAM se nos dice que María “brilla ante nuestros ojos como imagen acabada y fidelísima del seguimiento de Cristo” (DA, 270) y que ella, discípula y misionera, “ayuda a mantener vivas las actitudes de atención, de servicio, de entrega y de gratuidad […] crea comunión y educa a un estilo de vida compartida y solidaria, en fraternidad, en atención y acogida del otro, especialmente si es pobre o necesitado” (DA, 272). En María es ya realidad lo que para el resto de los humanos es una promesa de parte de Dios, la participación en la nueva vida del Resucitado (1Cor 15,20-26).

La Iglesia reconoce, vive y celebra en María que ella es el mejor canto de gracia para gloria de Dios. Y lo ha expresado solemnemente en las formulaciones dogmáticas de la Inmaculada y de la Asunción, cuyos términos querían recoger en categorías antropológicas propias de los siglos pasados o con categorías espaciales de exaltación lo que en el Evangelio de Lucas está plasmado en una palabra única y potente, en un verbo muy singular del Nuevo Testamento: “agraciar ” (Lc 1,28). Nosotros nos recreamos en esa palabra del ángel a María cuando la invocamos como la “llena de gracia”. Llena de gracia en su origen y en su destino final, podríamos decir que María es la  “plenamenteagraciada”. Y su gracia, manifestada en su bondad, su belleza y su fidelidad, ha consistido en haber sido elegida y destinada por Dios para que, fecundada por el Espíritu, engendrara y diera a luz al Salvador. Ella es la agraciada en plenitud, gracias a la muerte y resurrección de su hijo Jesús. Por eso es asunta al cielo y partícipe de la gloria del Resucitado.

Hay una imagen de Miguel Ángel Buonarroti que ha plasmado de manera formidable  el misterio contenido en María, la colmada de gracia, por los méritos de su Hijo Muerto y Resucitado. Es la llamada Piedad Rondanini, una Piedad inacabada que se encuentra en el museo del Castillo Sforzesco de Milán. La imagen refleja a la Virgen que acoge en sus brazos a su hijo Jesús muerto en la escena del descendimiento. Sin embargo el brazo izquierdo del Señor es el que sostiene a la Virgen elevada sobre la espalda de su hijo. Él es acogido por ella y ella es sostenida por él. Es la plenitud de la gracia en el amor de Jesús muerto y en María, la enaltecida por esa gracia. Semejante belleza puede contemplarse en la imagen que acompaña esta reflexión. En una sola figura de piedra viva han quedado plasmados, en el mismo misterio, el Cristo muerto del descendimiento y la Virgen enaltecida en la Asunción, aupada por su Hijo.

Lo significativo es que ese mismo verbo “agraciar” sólo reaparece una vez en el NT (Ef 1,6), y allí se hace extensivo ese derroche de gracia también a los creyentes, de modo que, sintiéndonos elegidos antes de la creación del mundo y destinados a vivir como hijos del Padre, participemos de la inmensa alegría de haber sido colmados de gracia por el Hijo y en el Hijo. En efecto, conocer a Cristo, seguir sus pasos y orientar nuestro futuro según el suyo, es para sentirnos como María, verdaderamente dichosos.

En el evangelio de hoy Lucas cuenta el encuentro entre María, la Virgen, e Isabel, su prima (Lc 1, 39-45). Dos mujeres creyentes comparten y celebran su fe en el Dios de las promesas, en el Dios del amor liberador que es la verdadera esperanza de los pobres de este mundo. Este Dios se ha hecho presente en la vida de ambas mujeres de una forma sorprendente y paradójica, pues las dos están aguardando el nacimiento de sus respectivos hijos, concebidos de forma extraordinaria a los ojos humanos. En su encuentro como madres sus cuerpos de mujer vibran de emociones ante la grandeza de lo que les está pasando. Nada es imposible para Dios. Donde imperaba la esterilidad silenciosa de Isabel se presiente ahora la vitalidad elocuente y profética de Juan, ya desde el seno de su madre. Donde hubo un momento de desconcierto en María por el mensaje del ángel que le anunciaba su maternidad, ahora se irradia la fuerza mesiánica del Señor Jesús, cuyo Espíritu activa los mecanismos de la comunicación humana en su más profunda interioridad. Las entrañas preñadas de las dos mujeres reflejan la fuerza misteriosa y portentosa del Dios de la salvación.

En la reacción de Isabel ante la cercanía del nacimiento de Jesús destaca su alegría inmensa. A Lucas casi le faltaban palabras para transmitir la alegría desbordante que inundaba a estas mujeres profundamente creyentes. La misma alegría que María canta poco después al iniciar el Magnificat es la que Isabel comunica al decir que la criatura “saltó de alegría” en su vientre. Sólo Lucas utiliza y repite un verbo griego (skirtao) que podríamos traducir también como “retozar”. Retozar es brincar de alegría, dar saltos de gozo, es vibrar de emoción. Es sentir y expresar con todo el ser, con todo el cuerpo, desde la intimidad de las entrañas hasta la boca jubilosa, la inefable alegría del ser humano por la presencia misteriosa del Espíritu que transforma toda realidad humana y hace posible un nuevo amanecer para la humanidad. Los labios de Isabel proclaman dichosa a María y expresan su felicitación: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre” y “Dichosa tú que has creído que se cumplirá lo que dice el Señor.

La antológica composición lucana del Magnificat (Lc 1,46-55)  es la exultante manifestación del credo mariano. Unirse a María en el canto de su profesión de fe permite a los creyentes identificarse con ella en el descubrimiento gozoso del Dios de los pobres, del Dios de la misericordia que actúa en la historia suscitando, generación tras generación, la liberación de las personas y de los pueblos a través de los testigos primordiales de su justicia.

María fue protagonista en Caná de Galilea anticipando la hora de la gloria de Dios. Jesús intervino allí a instancias de María, anunciando la transformación definitiva de la relación humana con Dios, mediante el cambio de la religión legal en una alianza nupcial de la humanidad con su Dios, e inauguró con sus signos el día de la nueva creación, mediante el amor consumado en su muerte y resurrección. En la espera de ese día siguen hoy los pobres, los que sufren, las víctimas de la injusticia humana y experimentan la gran esperanza que María infunde al afrontar al pie de la cruz, con firmeza y resistencia, el sufrimiento ineludible de su hijo. Ella se abre en silencio sepulcral al Amor escondido y vivificador que sólo Dios con la resurrección rompió. El Magnificat es realmente el canto de la “revolución de Dios”, como dice el gran exégeta Schürmann, especialmente en el corazón de los pueblos crucificados de Latinoamérica y África, donde las comunidades cristianas están sumidas en la lucha desde la fe por el resurgir de una mujer y un hombre nuevos, con la esperanza de ver un día una humanidad liberada de los males estructurales que los ricos y potentados de la tierra han generado en tantos pueblos y rincones del planeta.

Esa alegría desbordante, que va desde el interior del espíritu hasta la conmoción entusiasta del organismo humano, no está supeditada meramente a la vivencia de circunstancias favorables y halagüeñas de la vida, sino que es un don de la fe para afrontar también las dificultades, especialmente las asociadas a una vida de testimonio profético. Es la dicha propia de los que sufren algún tipo de tribulación por la causa de Jesús, y experimentan la exclusión, la difamación y el rechazo por ser fieles a los valores del Reino de Dios (Cf. Lc 6,23).  Con la alegría de María y de Isabel, que es la alegría de los pobres y de los que esperan en Dios, vivamos el día de la Asunción. Alegrémonos, porque el Espíritu del amor y de la verdad quiere generar en cada ser humano un corazón nuevo dispuesto para el Reino de Dios y su justicia. Como en la imagen de la Piedad Rondanini, antes mencionada, acojamos en nuestros brazos a los que sufren, a todos los crucificados que encontramos en nuestra vida, y entonces, en el mismo movimiento de amor, seremos levantados y ascendidos por las manos de Cristo hacia una vida divina en el amor, como María Asunta al cielo.  

Las familias cristianas están llamadas a experimentar la gracia de Dios en el sacramento matrimonial que les permitirá ser misioneras del amor y de la vida. El Papa Francisco dice que “El amor matrimonial no se cuida ante todo hablando de indisolubilidad como una obligación, o repitiendo una doctrina, sino afianzándolo gracias a un crecimiento constante bajo el impulso de la gracia” (AL 134). Ese crecimiento en el amor depende de la vivencia continua de las tres palabras clave que hay que repetir continuamente en la vida familiar: “permiso, gracias y perdón” (AL 133).

Concluyamos con las palabras del Concilio que proclaman en la Lumen Gentium, 59, que “la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original,  terminado el decurso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial y fue ensalzada por el Señor como Reina universal con el fin de que se asemejase de forma más plena a su Hijo, Señor de señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte. Virgen María, Asunta al cielo, ruega por nosotros.

José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura