Domingo XX Ciclo/A

(Mt 15, 21-28)

Mujer, ¡qué grande es tu fe!

En el texto evangélico que hemos escuchado se nos presenta un singular ejemplo de fe: una mujer cananea, que pide a Jesús que cure a su hija, que “tenía un demonio muy malo”. El Señor no hace caso a sus insistentes invocaciones y parece no ceder ni siquiera cuando los mismos discípulos interceden por ella. Pero, al final, ante la perseverancia y la humildad de esta desconocida, Jesús condesciende: “Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas” (Mt 15, 21-28).

La cananea, mujer audaz e insistente, pide la curación de su hija, y aunque Jesús le dice: “No es bueno tomar el pan de los hijos y arrojarlo a los perrillos”; sin embargo, la cananea respondió con toda la fuerza de su fe y obtuvo el milagro: “Cierto, Señor, pero también los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus señores”. Ante esta respuesta tan humilde, elegante y confiada, Jesús replica: “¡Mujer, grande es tu fe! Hágase contigo como tú quieres” (cf. Mt 15, 21-28).

Jesús señala a esta humilde mujer como ejemplo de fe indómita. Su insistencia en invocar la intervención de Cristo es para nosotros un estímulo a no desalentarnos jamás y a no desesperar ni siquiera en medio de las pruebas más duras de la vida. El Señor no cierra los ojos ante las necesidades de sus hijos y, si a veces parece insensible a sus peticiones, es sólo para ponerlos a prueba y templar nuestra fe. San Agustín comenta con razón que “Cristo se mostraba indiferente hacia ella, no por rechazarle la misericordia, sino para inflamar su deseo” (Sermo 77, 1: PL 38, 483).

«¿Y no la he de amar, si es mi Madre?»

«¿Y no la he de amar, si es mi Madre?»

Hay otra mujer aún más humilde y llena de fe, que no sólo nos da ejemplo de oración humilde y perseverante, sino que además intercede por nosotros, María, Madre de Dios y Madre nuestra. Estamos preparando su Fiesta con el novenario…

Mujer de fe. El concilio Vaticano HI nos presenta a María como modelo de mujer de fe que peregrina a la casa del Padre: “la bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz” (LG 58). Por su parte, san Juan Pablo II enseña, que la Anunciación “es el punto de partida de donde inicia todo el camino de María hacia Dios” (RM 14):  un camino de fe que conoce el presagio de la espada que atraviesa el alma (cf. Lc 2, 35), pasa por los tortuosos senderos del exilio en Egipto y de la oscuridad interior, cuando María ‘no entiende’ la actitud de Jesús a los doce años en el templo, pero conserva “todas estas cosas en su corazón” (Lc 2, 51).

Mujer humilde. Sobre este título de nuestra Reina del celo, san Juan Pablo II, el 15 de agosto de 1997 enseñaba que «En el esplendor de la gloria celestial brilla la Mujer que, en virtud de su humildad, se hizo grande ante el Altísimo hasta el punto de que todas las generaciones la llaman bienaventurada (cf. Lc 1, 48). Ahora se halla como Reina, al lado de su Hijo, en la felicidad eterna del paraíso y desde las alturas contempla a sus hijos.

Cuando recemos el Santo Rosario, pongámonos en la presencia de Dios y mientras la boca va repitiendo las oraciones vocales trasladémonos con el pensamiento, por ejemplo a Nazaret y consideremos la humildad de la Virgen que al anunciarle el Ángel la divina maternidad responde: ‘he aquí la esclava del Señor’… y así considerar cada uno de los Misterios.

Necesitamos mirar a María, invocarla e imitarla porque Ella es nuestro modelo. Es la Madre de Jesús y de los discípulos de Jesús. “La bienaventurada Virgen María sigue ‘precediendo’ al pueblo de Dios. Su excepcional peregrinación de la fe representa un punto de referencia constante para la Iglesia, para los individuos y las comunidades, para los pueblos y las naciones, y, en cierto modo, para toda la humanidad” (Redemptoris Mater 6). Ella es la estrella del tercer milenio, como fue en los comienzos de la era cristiana la aurora que precedió a Jesús en el horizonte de la historia.

Para adquirir confianza y dar sentido a la vida, los hombres necesitan encontrarse con Cristo. Y la Virgen es una guía segura para llegar a la fuente de luz y amor que es Jesús: nos prepara para el encuentro con él. El pueblo cristiano ha comprendido sabiamente esta realidad de salvación y, dirigiéndose a la ‘Toda Santa’, con confianza filial la implora así: “Después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre. ¡Oh clemente! ¡Oh piadosa! ¡Oh dulce Virgen María!”.