Domingo, 31 de Agosto de 2008; 22º ord. A: Mt 16, 21-27

Esta parte del evangelio de hoy es la continuación del domingo pasado, cuando Jesús prometía el primado o la principal responsabilidad en la Iglesia a san Pedro, ya que había tenido la valentía, inspirado por Dios, de proclamar que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios. Las palabras de hoy son desconcertantes porque Jesús le dice a Pedro que actúa mal, dejándose ahora llevar por el instinto humano, cuando le quiere apartar del verdadero mesianismo, el que quiere su Padre del cielo. San Pedro en ese momento, que todavía no es santo, hace las veces de tentador y Jesús le rechaza como si fuese Satanás, a quien rechazó de la misma manera en el desierto.

Quizá para que sus discípulos no se hicieran falsas ilusiones, según era el concepto materialista y triunfante que tenían sobre el Mesías, les dice cuál es su futuro y el de todos aquellos que quieran seguirle. Les habla de sufrimiento, que es además la voluntad de su Padre. Por eso dice que “tiene que ir”. No es acoger el dolor por el dolor, pues sería masoquismo. No se trata de un conformismo, sino que es aceptar la cruz por amor, porque es un bien para la humanidad y es la suprema muestra de amor de Dios por nosotros. Tampoco es que todo va a terminar en cruz. Jesús habla ya de resurrección, porque en cristiano toda cruz termina en gloria. Pero san Pedro no se fija en esto último, sino que le ha impresionado lo del sufrimiento, porque le parece un contrasentido hablar de mesianismo y de sufrimiento al mismo tiempo. Quizá también pensaba que si la cruz le venía al Maestro, otros males les vendrían a los discípulos.

El hecho es que le quiere disuadir de esa idea. Cierto es que tiene una pequeña delicadeza no diciéndoselo ante los demás, sino aparte; pero le reprende a Jesús. Eso era una osadía, pues en los libros rabínicos estaba que el reprender un discípulo a su maestro era causa de inmediata expulsión de la escuela. Es lo mismo como cuando nosotros decimos: “¿Cómo puede Dios permitir esto? ¿Porqué Dios me da esto a mi?”

La respuesta de Jesús es la misma que había usado para rechazar a Satanás que le quería seducir con la gloria mundana. Hay una tentación constante en nosotros y en la Iglesia: la tentación de compartir el poder con los poderosos, los muy ricos o con los que tienen algún éxito material. La respuesta de Jesús, más que dura, es teológica y pedagógica. Es como una nueva invitación a seguirle, sin intentar enmendarle. Es también un hacerle ver a Pedro y a nosotros que hay dos modos de concebir la vida: al modo humano o al modo divino, según “la carne y la sangre” o según la mirada de Dios. Claro que estas dos mentalidades muchas veces están dentro de la misma persona, como aquí le pasó a Pedro. Muchas veces la oposición está en lo que uno piensa y luego hace. Por ejemplo, uno se confiesa, pero sin arrepentirse, o comulga sin estar verdaderamente unido con Jesús. Pasa hasta dentro de la Iglesia. Menos mal que con respecto a materias de fe y de moral, cuando se pronuncia solemnemente la Iglesia, tiene la promesa de la infalibilidad. Pero luego siempre hay alguno, incluso entre obispos y más entre sacerdotes, que piensa y actúa no como Dios, sino como los hombres, aunque en realidad no son tantos. Tentaciones tendremos todos, pero hoy  debemos pedir con más fe: “No nos dejes caer en la tentación”.

Y Jesús luego les dice cómo debe actuar el que quiera ser discípulo suyo. Debe “negarse a sí mismo”. Esta es una expresión oriental que significa: “Vivir de cara a los demás, no ser egoísta”. Esto nos dará sufrimientos, conflictos y hasta quizá habrá que arriesgar la vida; pero ese desprenderse de sí mismo, amar, perder la vida por hacer el bien, en realidad es “ganarla”. El anuncio del Evangelio trae consigo la persecución y el sufrimiento. Quizá cuando san Mateo recogía estas palabras de Jesús estaba viendo que en verdad las persecuciones ya se estaban dando. Pero todo este pronunciamiento de Jesús es como un grito de alegría y esperanza: perder la vida por la Causa de Jesús nos habilita para alcanzar la plenitud, la gloria de la resurrección.