Domingo XXIV/A
(Sir 27, 33; 28, 9; Rm 14, 7-9; Mt 18, 21-35)
El perdón cristiano: 70 veces 7, o sea siempre
En
el Evangelio de hoy, Pedro pregunta al Señor: “Si mi hermano me ofende,
¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?”. Y el Señor le
responde: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt
18,21-22); es decir, Si tu hermano peca contra ti siete veces y las siete veces
te dice: “Me he arrepentido, soy un pecador”, tú le perdonarás.
Perdonar
es algo serio, humanamente difícil, si no imposible. No se debe hablar de ello
a la ligera, sin darse cuenta de lo que se pide a la persona ofendida cuando se
le dice que perdone. Junto al mandato de perdonar hay que proporcionar al
hombre también un motivo para hacerlo. Es lo que Jesús hace con la parábola del
rey y de los dos siervos. Por la parábola está claro por qué se debe perdonar:
¡porque Dios, antes, nos ha perdonado y nos perdona! Nos condona una deuda
infinitamente mayor que la que un semejante nuestro puede tener con nosotros.
¡La diferencia entre la deuda hacia el rey (diez mil talentos) y la del colega
(cien denarios) se corresponde a la actual de tres millones de dólares y unos
pocos centavos!
San
Pablo ya puede decir: “Como el Señor les ha perdonado, hagan así también
ustedes” (Col 3,13). Está superada la ley del talión: “Ojo por ojo, diente por
diente”. El criterio ya no es: “Lo que otro te ha hecho a ti, házselo a él”;
sino: “Lo que Dios te ha hecho a ti, házselo tú al otro”. Jesús no se ha
limitado, por lo demás, al mandarnos perdonar; lo ha hecho Él primero. Mientras
le clavaban en la cruz rogó diciendo: “Padre, ¡perdónales, porque no saben lo
que hacen!” (Lc 23,34). Es lo que distingue la fe
cristiana de cualquier otra religión.
Alguno
podría objetar: ¿perdonar setenta veces siete no representa alentar la
injusticia y dar luz verde a la prepotencia? No; el perdón cristiano no excluye
que puedas también, en ciertos casos, denunciar a la persona y llevarla ante la
justicia, sobre todo cuando están en juego los intereses y el bien incluso de
otras personas. El perdón cristiano no ha impedido, por poner un ejemplo cercano
a nosotros, a las viudas de algunas víctimas del terror o de la mafia buscar
con tenacidad la verdad y la justicia en la muerte de sus maridos.
Pero
no hay sólo grandes perdones; existen también los perdones de cada día: en la
vida de pareja, en el trabajo, entre parientes, entre amigos, colegas,
conocidos. ¿Qué hacer cuando uno descubre que ha sido traicionado por el propio
cónyuge? ¿Perdonar o separarse? Es una cuestión demasiado delicada; no se puede
imponer ninguna ley desde fuera. La persona debe descubrir en sí misma qué
hacer.
Pero
puedo decir una cosa. He conocido casos en los que la parte ofendida ha
encontrado, en su amor por el otro y en la ayuda que viene de la oración, la
fuerza de perdonar al cónyuge que había errado, pero que estaba sinceramente
arrepentido. El matrimonio había renacido como de las cenizas; había tenido una
especie de nuevo comienzo. Cierto: nadie puede pretender que esto pueda
ocurrir, en una pareja, “setenta veces siete”.
Debemos
estar atentos para no caer en una trampa. Existe un riesgo también en el
perdón. Consiste en formarse la mentalidad de quien cree tener siempre algo que
perdonar a los demás. El peligro de creerse siempre acreedores de perdón, jamás
deudores. Si reflexionáramos bien, muchas veces, cuando estamos a punto de
decir: ¡¡Te perdono!!, cambiaríamos actitud y palabras
y diríamos a la persona que tenemos enfrente: “¡Perdóname!”. Nos daríamos
cuenta de que también nosotros tenemos algo que hacernos perdonar por ella. Aún
más importante que perdonar es pedir perdón.
¿Realmente
somos conscientes de lo que rezamos en el padrenuestro? ¿Tenemos un corazón
magnánimo, fácil en perdonar? Si el hijo pródigo, al volver a casa, se hubiera
encontrado con nosotros, en vez de encontrarse con su padre, ¿hubiera terminado
igual la historia? Si no perdonamos fácilmente, ¿no será que nos acercamos poco
al sacramento de la reconciliación? El que se sabe perdonado, perdona más
fácilmente. Cuando perdonamos, ¿es como si tiráramos una limosna, “con aires de
perdonavidas”, o por el contrario, queremos imitar el perdón de Dios?
Señor,
quiero contemplar tu corazón siempre dispuesto a perdonar para aprender de ti.
Señor, hazme un trasplante de corazón o ponme un marcapasos para que perdone al
ritmo tuyo. Señor, limpia mis venas, obturadas por tanto rencor, odio y
resentimiento. Señor, que siempre esté dispuesto a perdonar a mi hermano cuando
me ha ofendido, y a pedir perdón cuando le he ofendido.
Domingo XXIV/A (Cfr. Papa Francisco)
El perdón de Dios, exige el perdón
al hermano
En
el Evangelio de este domingo XXIV del tiempo ordinario, Pedro plantea a Jesús
esta pregunta: “Si mi hermano me ofende, ¿cuantas
veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces? Jesús le contestó: No te digo
hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 91-22).
“Setenta
veces siete”. Con esta respuesta el Señor quiere que Pedro tenga claro, y
nosotros también, que no debemos poner límites a nuestro perdón a los demás. Al
igual que el Señor está siempre dispuesto a perdonarnos, también nosotros
debemos estar prontos a perdonarnos mutuamente. Y ¡qué grande es la necesidad
de perdón y reconciliación en nuestro mundo de hoy, en nuestras comunidades y
familias, en nuestro mismo corazón! Por esto, el sacramento específico de la
Iglesia para perdonar, el sacramento de la penitencia, es un don del Señor
sumamente preciado.
En
el sacramento de la penitencia Dios nos concede su perdón de modo muy personal.
Por medio del ministerio del sacerdote, vamos a nuestro Salvador con el peso de
nuestros pecados. Confesamos que hemos pecado contra Dios y contra nuestro
prójimo. Manifestamos nuestro dolor y pedimos perdón al Señor. Entonces, a
través del sacerdote, oímos a Cristo que nos dice: “Tus pecados quedan
perdonados” (Mc 2, 5): “Anda y en adelante no peques más” (Jn
8, 11). ¿No podemos oír también que nos dice al llenarnos de su gracia
salvífica: “Derrama sobre los otros setenta veces siete este mismo perdón y
misericordia”?
Esta
es la obra de la Iglesia en todos los tiempos, este es el deber de cada uno de
nosotros: “profesar y proclamar la misericordia divina en toda su verdad” (Dives in misericordia, 13), derramar sobre todos los que
nos encontremos cada día la misma misericordia ilimitada que hemos recibido de
Cristo. Y también ponemos en práctica la misericordia cuando nos sobrellevamos
“mutuamente con amor; siempre humildes y amables, comprensivos” (Ef 4, 2). Y damos a conocer la misericordia de Dios por
medio del servicio generoso e incansable como el que requiere el cuidado de la
salud de los enfermos y la investigación médica realizada con entrega
perseverante.
En
este día del Señor en que celebramos la expresión más plena de la abundante
misericordia de Dios la cruz y resurrección de Cristo, alabemos a nuestro Dios
que es rico en misericordia. E imitando su gran amor, perdonemos a todo el que
nos haya ofendido del modo que sea. Con la Bienaventurada Madre de Dios,
proclamamos la misericordia de Dios que se extiende de generación en
generación.